No cabe duda que el mandamiento principal y único del Cristianismo es el del amor (Mt 22, 34-40; Mc 12,28-34). No nos encontramos sin embargo lo primero con un mandamiento, sino con un Dios que nos ama y que quiere que participemos en el misterio de su amor.
El amor de caridad no es una emoción o un sentimiento, sino una determinación activa de la voluntad y por ello puede ser mandado, ya que conlleva además el cumplimiento activo de los mandamientos (Rom 13,810). El capítulo 13 de 1 Corintios nos da una descripción que se ha hecho célebre de la caridad. Se manifiesta por el altruismo, la cortesía, la compasión, la dulzura, la tolerancia etc., pero no es ninguna de estas virtudes, sino que las abarca a todas y es una actitud engendrada en nosotros por la revelación del amor que Dios nos tiene: "En cuanto a nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero"(1 Jn 4,19).
El amor de Dios ha sido derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones (Rom 5,5) y empuja a seguir dándose en el amor a los hombres. La fe se hace eficaz en el amor (Gal 5,6), no siendo casualidad que en Gal 5,22 se mencione en primer lugar el amor entre "los frutos del Espíritu" y que en Gal 6,2 se diga "ayudaos mutuamente a llevar las cargas, y así cumpliréis la Ley de Cristo".
En consecuencia hay relación entre los tres amores a los que estamos obligados: Dios, el prójimo, nosotros mismos. Es célebre a este respecto 1 Jn 4,20: "Si alguno dice: ´Yo amo a Dios´, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve". Pero para amar al prójimo necesitamos la ayuda de Dios, estando para ello la oración y los sacramentos, pues el ágape o caridad ha de extenderse a todos, incluso a los enemigos (Mt 5,43-48; Lc 6,27-36). En cuanto al amor hacia nosotros mismos, debemos procurar nuestro propio bien, evitando el egoísmo y buscando nuestra propia felicidad a través del amor y del bien a los demás.
No confundamos por tanto amarnos a nosotros mismos, que forma parte del mandamiento divino del amor (Mt 19,19; Mc 10,19), y el egoísmo, que es ciertamente malo. Erich Fromm nos dice: "El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas". El Evangelio ya insistía en la misma línea: "el que pierda su vida por mí, la salvará"(Mt 16,25), y es que el amor es don y renuncia de sí mismo para llegar a ser realmente yo.
Jesús ha sido el hombre para los demás, el que ha sabido hacer de su existencia un don y ofrenda permanente para Dios y los demás, hasta el punto de dar su vida por nosotros, como gesto supremo de amor. Por ello en la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37), el prójimo ya no es el otro, sino yo en cuanto me acerco a quien tiene necesidad de mí. La Ley de Dios ya no es un conjunto de enseñanzas que tengo que aplicar, sino una palabra, a la vez exigencia y promesa, que me dirige hacia Dios y hacia el prójimo, para que yo sepa acoger su presencia.