Según algunos analistas, el aumento de rupturas matrimoniales en 2014 tendría su origen en la relativa recuperación económica. Así, por comparación entre los datos disponibles, se determina que desde el comienzo de la crisis económica en 2007 hasta 2013 los divorcios han ido disminuyendo paulatinamente. Este incremento de un cinco por ciento en las desuniones con respecto al año anterior supera los cien mil divorcios.
Ahora bien, este estudio sociológico no señala la causa ni ofrece la fórmula para poder paliar esta lacra que tanto dolor inflinge a las familias. Existe una razón más profunda que motiva que estas uniones –que están llamadas a la permanencia y estabilidad– no sean “hasta que la muerte los separe”, sino hasta que nos cansemos de la conveniencia, aparezca una tercera persona o surja un problema grave. El arte de la convivencia es uno de los más difíciles y exige de cada uno dar lo mejor, en un constante ejercicio de superación, cuando la tendencia natural suele ser la contraria. Saber convivir no se improvisa y esta preparación se va adquiriendo de forma gradual. En primer lugar, en el ámbito familiar que es donde se aprende del ejemplo, o no, de los padres, primera y principal fuente de educación. Después, esas destrezas se complementan y desarrollan en el colegio, y se irán consolidando en la madurez en la medida en que esos fundamentos se hayan ido alcanzando.
Esa tarea de progreso que no acaba nunca tiene también su reflejo en el ejercicio del trabajo profesional y en el papel que desempeñamos como ciudadanos en nuestra sociedad. Sirva como ejemplo la diferente forma de afrontar la coexistencia social y pacífica (convivencia) en nuestro entorno europeo en relación a la problemática de los refugiados sirios; unos son partidarios de solidarizarse humanitariamente y acogerlos; otros, por el contrario, muestran aprensión y desconfianza porque pueden llegar a quebrantar nuestro estado del bienestar e incluso nuestra cultura occidental. Aunque existen muchos matices, con ello simplemente pretendo destacar dos de los aspectos que permanecen latentes en nuestra sociedad: la insolidaridad y el individualismo exacerbado.
Esta tendencia defiende la autonomía y la supremacía de los derechos del individuo frente a los demás. Es la misma que recoge la exposición de motivos de la ley del divorcio, en la que se antepone una desmedida autonomía de la libertad sin conexión con la responsabilidad. En una gran mayoría de casos, por meros intereses egoístas, se banaliza el matrimonio hasta el punto de tirarlo por la borda, sin tener en cuenta el daño que se ocasiona a la propia familia.
Nadie ha dicho que sea sencillo el entendimiento matrimonial: “Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus”. De igual manera que sería un error acometer la ascensión al Everest sin una progresiva y seria preparación, sucede también con la convivencia matrimonial, la cual exige el ejercicio de una serie de cualidades personales para poder llegar a coronar ese “ocho mil”. Durante esta larga y ardua andadura existe todo tipo de dificultades que hay que saber sortear y gestionar: inclemencias, obstáculos, pájaras, cansancios, lesiones… Por eso, estarán mejor preparados los que estén entrenados para soportar las adversidades con deportividad, alegría y sacrificio. Se evitarán muchos disgustos si la actitud a tomar está basada en la generosidad, pensando en los demás, sobre todo en los hijos, antes de decidir separarse.
La felicidad es más fácil de lograr por aquellos que comprendan y toleren los defectos del otro; sabiendo perdonar sin restregar de continuo una lista de agravios, ya que la verdadera libertad se transmite al resto de la familia cuando no se ceja en la lucha por mejorar continuamente el carácter, siendo agradables y positivos.
Especialmente, se requiere una gran capacidad para consensuar los asuntos a través de la delicadeza en el trato, el respeto y la igualdad. Después de ocho siglos de dominación musulmana todavía existen reminiscencias de dicha cultura porque algunos están empeñados en imponer sus razones más que en convencer y dialogar. Intentar poner en marcha algunas de estas reflexiones podría evitar muchos destrozos familiares. Y es que “una familia fuerte genera también una sociedad fuerte”.