La prisión ha ayudado a llenar páginas en blanco de hombres de caracteres opuestos y motivaciones dispares: Tomás Moro, Cervantes, Dostoievski, Hitler, Gramsci… Para dar salida a una mente inquieta ha sido válido cualquier objeto sobre cualquier superficie, si se daba el caso de que los prisioneros eran privados de pluma y papel. En esas circunstancias, un compositor podría escribir unas notas, pero difícilmente llevarlas a su instrumento. Si además ese músico estuviera recluido en un campo de concentración, rodeado de toda clase de miserias físicas y morales, ¿qué sentido tendría componer? Una música sin esperanza no debería nacer, o nacer cuando el peligro hubiera pasado, y ese sería el momento de expresar desasosiego y elevar un clamor de justicia. Esta fue, por ejemplo, la atmósfera del oratorio de Arnold Schöenberg, Un superviviente de Varsovia, repleta en medio de horrores.
Olivier Messiaen (1908-1992) fue un compositor francés de profundo catolicismo, entre cuyas más profundas obras figuran La Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo y la ópera San Francisco de Asís.
Sin embargo, en un campo de concentración también puede suceder un milagro. El compositor francés Olivier Messiaen estrenó una de sus obras en el campo de Gorlitz ante un auditorio de cinco mil personas entre recluidos y guardianes a finales de 1941. La audiencia estaba pendiente del piano de Messiaen y del violín, violoncello y clarinete de otros tres prisioneros franceses. Así se estrenó el Cuarteto para el fin del tiempo, que evoca una lectura del Apocalipsis con la presencia de un ángel que levanta la mano hacia el cielo y proclama el fin del tiempo. Música de misticismo y misterio, quizás no apta para todos los oídos, aunque capaz de hacer meditar a hombres zarandeados por el dolor y a guardianes prisioneros de la obediencia debida.
El tiempo se detuvo para todos en tierras de Silesia, pero la sensibilidad y el talento musical de un prisionero, un joven organista de la iglesia parisina de la Trinité, abrieron ventanas de eternidad. Nada de músicas apocalípticas al estilo del siglo XIX, en el estilo de Berlioz y Verdi, y sí, por el contrario, una liturgia insinuante de pájaros en la madrugada, algo familiar a un prisionero. Las primeras notas de la obra sugerían la presencia de esos “pequeños profetas de una alegría inmaterial”, en palabras del propio Messiaen.
Recordar este insólito estreno musical equivale a rechazar que vivimos en un mundo sin sentido en el que la desconfianza sería la base de la seguridad, e incluso de la libertad, una libertad individualista. Lo cierto es que Messiaen llevaba en su equipaje discos de Bach, Beethoven, Ravel y Stravinski. Este es un detalle que llamó la atención del comandante del campo, un melómano que no se había deshumanizado, y le ofreció papel para componer y un piano. De esta manera surgió la primera audición de una obra que Hitler y Stalin habrían rechazado, uno por “música degenerada” y otro por no ajustarse al “realismo socialista”. No podían prever que con el tiempo esa obra tendría más de cien registros discográficos.
La actitud del comandante es una nota de esperanza para todos los tiempos. Tendremos que confiar en que siempre habrá alguien que no obedecerá órdenes arbitrarias, como aquella del Führer de incendiar París, que existirá alguien que no cree que la disciplina es un sinónimo de la moral.
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