Ha causado consternación, incluso diría yo escándalo, el anuncio de que los padres franciscanos se van a ir este mismo año de Santo Toribio de Liébana por falta de vocaciones, por falta de reemplazo o de mano de obra espiritual. Por extinción, diría yo también.
No cabe dudar de que el obispado de Santander, responsable último de la joya incalculable que allí se guarda -el trozo más grande del Lignum Crucis-, habilitará oportunamente una solución al problema; pero la pregunta es por qué se extinguen los franciscanos, por qué se van extinguiendo poco a poco muchas otras órdenes, por qué escasean tanto los curas, aquí, en Cantabria y en toda España y en toda Europa.
Escribo estas líneas para un periódico laico y sé perfectamente que, aunque cuenta con una mayoría de lectores católicos, las cuestiones religiosas nunca deben ocupar un espacio demasiado grande en su parrilla informativa. Que nos quedemos sin sacerdotes es, desde luego, un asunto religioso y, por supuesto, menos grave para el lector común, o el lector neutral, que si nos quedáramos sin médicos o sin policías. Pero el hecho también tiene su importancia social y civil, no sólo porque el sacerdocio católico era una institución profundamente arraigada en la sociedad desde hace cerca de veinte siglos, sino porque es un dolor para mucha gente con cultura media y sentimientos normales ver tanta iglesia cerrada, tanto santuario muerto, tanta imposibilidad de celebrar actos litúrgicos, tanto arrasamiento espiritual.
Merece la pena preguntarse por qué. Muchos lo hacen, dentro y fuera de la Iglesia. Llevamos largo tiempo cavilando sobre las causas de una tal sequía de vocaciones. Se apuntan muchas. La principal: la aspereza de ser hoy cura, con celibato obligatorio incluido, en un mundo cada vez más distante, incluso más hostil a las exigencias y dogmas del catolicismo. El remedio sería entonces suavizar, hacer menos gravoso el sacerdocio, acomodarlo a los usos y valores de nuestra época; hacerlo, en definitiva, más atractivo para los jóvenes. Porque se supone que hay muchos jóvenes que querrían dedicar su vida al servicio al prójimo, dentro de los valores del Evangelio, pero viviendo como hombres normales, sin represión sexual y sin el corsé mental del catecismo.
No es improbable que la Iglesia, en un próximo papado, acabe abrazando esa idea y, a la desesperada, como último recurso, permita que los curas se casen, además de otras ventajas y facilidades. Y tampoco es improbable que en un primer momento esa solución surta algo de efecto, pues no dejará de haber católicos que abracen la profesión de cura sin dejar de abrazar a una mujer; por no hablar del siguiente paso, que será el sacerdocio femenino, aunque esto implique ya rendir un culto demasiado rastrero al ídolo de la igualdad. Quizá, así, la mano de obra espiritual de la Iglesia se recupere un tanto, porque no hay duda de que tales medidas contarían con un apoyo mediático gigantesco, y pudiera ser que a corto plazo se evitase la desaparición de muchas parroquias.
Para basta ver la deriva que llevan las iglesias protestantes (y me refiero, sobre todo, a las europeas), donde hace un par de siglos que ya existen todas esas libertades y donde los fieles están desertando de modo mucho más masivo que en la católica, para darse cuenta de lo errado que sería semejante remedio. Cuando la profesión de sacerdote sea tan atractiva como la de asistente social, la de psicólogo o la de coach, la Iglesia habrá entrado en la recta final de su vía hacia la extinción.
No, el sacerdocio debe seguir siendo otra cosa. Debe seguir siendo lo que su propio étimo indica: dación, donación de lo sagrado. El sentido de lo sagrado es la clave de bóveda de cualquier religión que se precie, y muy especialmente de la cristiana. La pérdida de ese sentido, que empieza a finales del XIX y se agrava a partir de los años sesenta del XX, explica por sí sola la imparable disminución de las vocaciones, más allá de la mala imagen que tienen en general los curas en nuestra sociedad. Lo sagrado es lo separado, lo que está reservado a Dios, lo intrínsecamente Otro.
Sí, porque el sacramento del orden confiere al hombre que lo recibe un rango absolutamente excepcional, le da el poder de hacer algo que ni siquiera está al alcance de los ángeles. Pero ahí está el mal del cristianismo en la modernidad: que apenas sabe ya lo que significa un sacramento, ni siquiera el del bautismo, a pesar de que se sigue celebrando a mansalva. Cuando el valor de los sacramentos se diluye, el cristianismo pierde su carácter de religión iniciática, y entonces da igual ser cura que laico, ser bautizado que no serlo, estar casado que vivir con pareja sin estarlo, porque lo único importante es quererse y ser buenos, la moral, la ética.
Hasta que los católicos no comprendamos, de verdad y con todas sus consecuencias, que ser sacerdote es la dignidad mayor que existe sobre la tierra, los templos y monasterios seguirán vaciándose, y Santo Toribio de Liébana acabará siendo un museo más, o un centro de interpretación más, de los muchos y muy interesantes que hay en toda Europa.
Publicado en El Diario Montañés.