Ante la crisis económica, social o política, ante la crisis ecológica, o ante cualquier otra realidad que nos afecta de forma crítica en el momento presente, es preciso tomar decisiones morales, que no pueden ser abordadas sin la cuestión del hombre, de la verdad del hombre y sin esclarecer ni escamotear esta verdad de fondo.

No es posible superar las crisis que nos afectan tan fuerte y tan extensamente, ni alcanzar la felicidad infinita que buscamos, sin una conciencia moral nueva y más profunda, universal y válida para todos, donde aparece en primer término la verdad del hombre, su dignidad y su vocación por el hecho de ser hombre, su llamada a la felicidad que perdura y su vocación al verdadero amor que exige renuncia a sí mismo para dar y darse, propiciar el bien común, y que se hace concreta para el individuo y la sociedad en una norma de valores para su vida y para su actuar.

¿Quién puede lograr que esa conciencia universal penetre también en lo personal? Sólo puede lograrlo una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestaciones aparatosas. En tal sentido se dirige aquí el reto a la Iglesia. Ella no sólo tiene una gran responsabilidad, sino que, diría yo, es a menudo la única esperanza. Pues ella está tan cerca de la conciencia de muchos seres humanos que puede moverlos a determinadas renuncias e imprimir actitudes fundamentales en las almas. A su manera, las comunidades religiosas, la Iglesia puede experimentar vivir ejemplarmente que un estilo de vida de renuncia, moral, es enteramente practicable sin tener que excluir por ello de forma completa las posibilidades de nuestro tiempo. Que es posible, en las realidades económicas, dar un paso adelante y colocar las cosas en otra perspectiva y no considerarlas solamente desde el punto de vista de la factibilidad material y del éxito, sino desde la perspectiva de que hay una normatividad del amor al prójimo que se orienta por la voluntad de Dios y no sólo de nuestros deseos. En tal sentido habría que dar impulsos que correspondan a esa modalidad de que pueda darse realmente un cambio de conciencia. Esto tiene una palabra, un nombre: Conversión, que tiene que ver tanto con la verdad del hombre, el volver a su verdad, al «logos» que lo constituye, a su razón más íntima, del que es inseparable ese arte tan maravilloso que es el arte de vivir y de vivir con los otros. «Esta conversión supone que se coloque nuevamente a Dios en primer término. Entonces, todo cambia y que se pregunte por las palabras de Dios para dejar que ellas iluminen, como realidades, el interior de la propia vida. Por así decirlo, debemos arriesgarnos nuevamente a hacer el experimento con Dios a fin de dejarlo actuar en nuestra sociedad» (Benedicto XVI, Luz del mundo, p.76). Este es el papel y la aportación de la Iglesia a la sociedad, lo cual signifi ca sencillamente que aportar a nuestra sociedad lo que da sentido y razón a toda existencia humana: Jesucristo, que es el más grande, incomparable y absolutamente insuperable SÍ de Dios al hombre, a todos y cada uno de los hombres. En estos momentos, –hay que volver a lo que en otros momentos dijimos los Obispos–, en la Iglesia y con ella, «seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran “sí” que en Jesucristo, Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo» (Esto es evangelizar, esto es una nueva evangelización). «Nos gustaría poder convencer a todos que el reconocimiento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y libertad, fuente de vida y esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confi anza... Con él todo los bienes son posibles, sin Él no se puede construir nada sólido, «pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo» (Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la actual situación de España, nov.2006, nn. 28 y 82). Así se expresaba la Conferencia Episcopal Española, en noviembre de 2006, e una Instrucción pastoral que, para mí, junto con «Testigos del Dios vivo», y «La verdad os hará libres», mas lo dicho en España por el Papa en sus visitas, hoy resulta programática y responde enteramente –mejor que lo pueda hacer yo– al título de este artículo. La fe cristiana, lo que anima y motiva la Iglesia no es, en modo alguno, alienación: son más bien otras las experiencias que acosan y atacan la dignidad del hombre y la calidad de la convivencia social, las que originan fractura humana, moral y social. En esta perspectiva que venimos señalando, situamos en estos momentos, pues, la acción y presencia de la Iglesia, que excluye todo privilegio y cualquier trato de favor, y no sustituye la responsabilidad de las instituciones sociales y políticas, ni de nadie. En esta perspectiva, se respeta la legítima laicidad del Estado y la aconfesionalidad de nuestra Constitución; en ella, además, la Iglesia claramente apuesta por el hombre y su dignidad y se apresta a sostener los derechos fundamentales del hombre y el bien común. Entre estos, hay que colocar ante todo las instancias éticas y la apertura a la trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción estatal, en cuanto están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana.

En esta misma perspectiva, la Iglesia continúa ofreciendo su propia y específica contribución a la edificación del bien común, recordando a cada uno el deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de manera efectiva y real a la familia; ésta sigue siendo la primera realidad en la cual pueden crecer personas libres y responsables, formadas en aquellos valores profundos que abren a la fraternidad y permiten afrontar las adversidades de la vida. Entre estas adversidades, y no la última, hoy tenemos la gravísima dificultad todavía para acceder a una plena y dignísima ocupación, un puesto de trabajo.
 
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