Si creemos que la institución familiar merece la pena, debemos esforzarnos en que las leyes la protejan, porque como afirma la Declaración Universal de Derechos Humanos, "la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (art. 16 & 3). En consecuencia, las parejas no casadas u otras formas de conducta sexual en las que no se exige ningún tipo de compromiso jurídico no pueden ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído. La equiparación, al no tener en cuenta que derechos y deberes son correlativos, dañaría y no protegería suficientemente a ese pilar básico de la sociedad que es la familia matrimonial.

Si además consideramos que con la institucionalización de este tipo de uniones se las coloca ante la opinión pública y la conciencia popular, quiérase o no, en un plano de equiparación jurídica y social con el matrimonio y la familia, dejaríamos sin sentido la institución matrimonial, al menos en lo civil, al aparecer a su lado otra institución legal con sus mismas funciones. Quienes defienden la legalidad de las uniones de hecho, no tienen en cuenta que estas parejas no quieren realizar un contrato, sino sólo una inscripción de la pareja en el Registro de Uniones de hecho y cuya disolución además puede realizarse por la mera voluntad de una de las partes, mientras el divorcio requiere una serie de condiciones y formalidades, aunque con las cada vez mayores facilidades para el divorcio, como la ley que autoriza el divorcio exprés, se está perdiendo la idea de que quienes contraen matrimonio, aunque sólo sea por lo civil, quieren dar estabilidad y firmeza a su relación.

Afirmar la bondad del matrimonio y tratar de protegerlo jurídicamente es defender un valor que la historia y la realidad actual acreditan que tiene una eficacia social constatable, que desde luego supera con mucho a la de las uniones libres. El matrimonio debe prevalecer ante otras formas de convivencia: merece una adecuada consideración social, una clara protección jurídica y medidas que promuevan eficazmente su desarrollo. La tarea de la familia es literalmente impagable; los beneficios que aporta a la sociedad son gratuitos, cuida por cariño y con una inmensa eficacia. Si lo tuvieran que hacer los Estados sería carísimo y no tendría la misma eficacia. De hecho, éste es uno de los problemas de los Estados actuales: como hay mucha gente que fracasa en hacerse una familia, la Administración pública tiene que intentar hacer lo que haría la familia si no fracasase, lo que supone un gasto enorme.

La vida en pareja sin papeles no es precisamente una fiesta y la ruptura es muchísimo más frecuente que en el matrimonio. De hecho, la libertad no regulada fácilmente se transforma en la ley del más fuerte. Resulta necesario, por ello, insistir en la imprescindible dimensión social y comunitaria de la relación conyugal, a pesar de su carácter íntimo y personal.

Además, si las parejas de hecho son reguladas jurídicamente dejan de ser parejas de hecho para serlo de derecho, y en bastantes casos sus diferencias con el matrimonio civil pasan a ser cuestión de palabras o ejercicio de bizantinismo. No deja de ser paradójico que quienes rechazan la legislación civil y eclesiástica acepten otro tipo de control legal, aunque sea para conseguir beneficios personales. Un análisis de las leyes existentes pone de relieve la semejanza entre los requisitos de capacidad exigidos para contraer matrimonio válido y los establecidos para dar eficacia a la pareja estable, estando la mayor diferencia en la mayor indeterminación sobre cuáles son sus deberes y derechos. Lo que constituye la pareja es la voluntad de perdurar y este tipo de vida conjunta, cuando hay intención de comprometerse para siempre, dista muy poco del matrimonio; la pena es que se le prive de la fuerza que da el compromiso solemne ante terceros. Pero al actuar así, sin un compromiso social, la pareja se olvida del dicho que afirma: “Entre el fuerte y el débil, es la libertad la que oprime y el derecho el que libera”, por lo que generalmente las separaciones son más complicadas y conflictivas que en los propios matrimonios.

La verdad es que, pese a la mayor tolerancia actual, sólo una minoría de personas vive sus relaciones familiares al margen del Derecho, porque ni la sociedad organizada, ni la familia de origen, generalmente transmisora de pautas y valores, están por la labor, tanto más cuanto que la familia matrimonial tiene claras ventajas morales, sociales y jurídicas.

Por ello, muchas de estas uniones de hecho tienen una evolución curiosa: en un inicio no se casan para no atarse; pero con el paso del tiempo estas precarias uniones muestran sus inconvenientes y van tratando de obtener unas vinculaciones semejantes a las que proporciona el matrimonio, legalizando su unión, no siendo raro que terminen en el propio matrimonio, incluso religioso, particularmente cuando esperan o han venido ya los hijos, pues la pareja necesita verse protegida de la fragilidad y ambigüedad de su sentimiento amoroso, y porque el afecto de la pareja se convierte en un fenómeno público del que se derivan múltiples y variadas consecuencias.

En cuanto a las parejas de homosexuales, su relación es diferente de la relación conyugal matrimonial, por lo que no son matrimonio ni familia, aunque en algunos países como España están reconocidos como tal matrimonio y familia específicamente, incluso ante el Registro Civil.

Es indudable, sin embargo, que hay que regular jurídicamente algunos derechos económicos o de otro tipo que pueden surgir de estas formas de agregación social, aparte de que es deber de las instituciones tutelar los intereses de terceras personas afectadas (p. ej. los hijos). Éstos gozan ya de los mismos derechos que los hijos nacidos dentro de un matrimonio.

Ahora bien, el problema fundamental es que nuestra sociedad está renunciando a Dios y a los valores cristianos. Se está dejando paso libre , incluso legalmente, a la ideología de género y a las ideas del New Age, que intentan destruir el matrimonio, la familia y la religión, como lo expresó Hillary Clinton cuando dijo aquello se que hay que obligar a las religiones a cambiar sus dogmas.