[N. del E. El caso Obergefell vs. Hodges es el que originó la reciente sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos a favor del matrimonio gay.]
Una pequeña parte del extraordinario éxito del movimiento en favor del "matrimonio homosexual" ha sido su habilidad en vender la idea de que no habría grandes cambios. Defienden que lo único que los hombres y las mujeres con AMS [Atracción por el Mismo Sexo] quieren es lo que quieren las otras personas: relaciones sentimentales estables, en las que se responsabilicen de la persona amada. Cuando el Estado reconozca esto todo irá bien, prevalecerá la calma y todos podremos seguir adelante con nuestras vidas.
Es un argumento muy poderoso culturalmente, sobre todo si se envuelve con el manto del movimiento por los derechos civiles, y los resultados de los sondeos demuestran que mucha gente que hace cinco años no hubiera imaginado la posibilidad del "matrimonio homosexual" ahora lo apoya. Sin embargo, la idea de que las turbulencias terminarán cuando el "matrimonio gay" esté legalizado nunca ha tenido mucho sentido, sobre todo porque esa afirmación separa el argumento "matrimonio gay" de su contexto más profundo, que era, es y seguirá siendo la revolución sexual y su violenta determinación jacobina de doblegar, destruir y pulverizar la ética sexual basada en la Biblia, la ética sexual natural o ambas.
Desde un punto de vista legal esto significa que los partidarios del "matrimonio gay" (y los partidarios de la revolución sexual en general) son como tiburones: deben nadar siempre hacia adelante (así entienden ellos el progreso) para sobrevivir. Por esto, los astutos defensores del "matrimonio entre personas del mismo sexo" están buscando otro caso para llevar ante la justicia federal, un caso que arraigue el "matrimonio gay" más firmemente en la Constitución de lo que está ahora, después de la sentencia jurisprudencial y conceptual obtenida con la votación de la mayoría del Tribunal Supremo en el caso Obergefell vs. Hodges. Sería un pretexto legal que daría a los defensores del movimiento LGBT la oportunidad de equiparar de manera explícita la "orientación sexual" a la raza que estaría, por consiguiente, sujeta a "estricto escrutinio" como en las causas concernientes a los derechos civiles. Mientras tanto, las avanzadillas de esta guerra contra las normas morales tradicionales están ya explorando las posibilidades de legalización de la poligamia. No está lejos tampoco del horizonte una campaña que defienda el incesto entre adultos (y el sexo "consentido" con niños).
Pero tenemos también la guerra cultural después del caso Obergefell. Los defensores más moderados del "matrimonio homosexual" nos aseguran que una vez hayan ganado su batalla las guerras culturales disminuirán. Aquí también abusan de la analogía con la lucha por los derechos civiles. Después de que los norteamericanos construyeran la sociedad más tolerante y multiétnica de la historia tras la sentencia de la causa Brown vs. Board of Education y el Civil Rights Act de 1964, después de la legalización del "matrimonio gay", podríamos ir más allá y gozar de una sociedad sin prejuicios en la que se celebren las diferencias y en la que la "intolerancia" sexual acabe en el mismo cubo de la basura en el que acabó el racismo. De este modo todos se llevarán bien con todos y la dura retórica empezará a retroceder (como los océanos, según la imagen evocada por el presidente Barack Obama).
¡Vayan a decírselo a monseñor Charles J. Chaput, O.F.M. Cap., arzobispo de Filadelfia!
A principios de julio, una escuela católica privada situada en su archidiócesis, la Waldron Mercy Academy, decidió no renovar el contrato de un profesor, algo no insólito. El profesor en cuestión era el director de educación religiosa del colegio y estaba "casado" desde hacía algún tiempo con otro hombre, un hecho que, por lo que parece, era ampliamente conocido. Después de que una familia presentara una queja por esta situación claramente incongruente, el director del colegio y la junta directiva decidieron no renovar el contrato del profesor; la comunidad religiosa que patrocina el colegio apoyó esta decisión. La archidiócesis de Filadelfia no estaba implicada en esta decisión, pero el arzobispo, como custodio de la ortodoxia católica de la diócesis, hizo una pequeña declaración en apoyo de la decisión del colegio. Entonces llegó la avalancha de protestas.
Parte llegó vía e-mail. Un "contacto" advirtió al manso arzobispo capuchino (al que describe como un “pedófilo de m…”) que se "fuera a tomar por c…", añadiendo una nota escatológica en la que escribió que esperaba que Chaput "ardiera en el infierno".
¿Es ésta la paz que se suponía habría después de la sentencia sobre la cuestión del "matrimonio homosexual"?
Michael Newall, columnista del Philadelphia Inquirer, utilizó términos menos vulgares pero igual de duros y absurdos. Blandiendo los trapos sucios de los abusos sexuales, como si tuvieran algo que ver con lo sucedido en la Waldron Mercy Academy, acusó al arzobispo de "hipocresía" (un término que él utiliza de manera surrealista, al estilo de Alicia en el País de las Maravillas) antes de liquidar a Chaput como si fuera una "reliquia del pasado", en contraste con el abierto y comprensivo Papa Francisco, si bien Newall añade que el Papa está aún "lejos de la perfección en el tema de la aceptación de los derechos LGBT" porque "también él se sigue oponiendo al matrimonio gay".
Newall refuerza sus calumnias contra el arzobispo y el Papa apoyándose en sus “doce años transcurridos en escuelas católicas y otros cuatro en una universidad católica", si bien no identifica los nombres de las escuelas y universidad en cuestión, lo que seguramente es un alivio para las mismas.
Algunos seguramente pensarán que soy un testigo poco fiable en el caso del arzobispo Chaput, al que me une una gran amistad desde hace décadas. Pero no siento ningún temor de ser acusado de favoritismo si digo que monseñor Chaput ha sido un reformador diligente, valiente e infatigable de la Iglesia en las tres diócesis a las que ha servido; que ha dejado muy claro que, como dijo Juan Pablo II a los cardenales de los Estados Unidos en 2002, "no hay lugar" en el clero "para quienes abusan de los menores"; que es muy respetado por los demás obispos de la jerarquía americana, que lo consideran uno de los mejores obispos de su generación; y que ha salvado a la archidiócesis de Filadelfia de una catástrofe financiera -y por consiguiente evangelizadora- con una serie de milagros desde su llegada a la misma en 2011. Ningún obispo le envidia el trabajo al que ha tenido que enfrentarse; más de un obispo norteamericano ha dicho que era el único que podía sacarla adelante, tanto desde un punto de vista de la credibilidad de la Iglesia como de la estabilización de sus finanzas.
El reciente ataque al arzobispo Chaput es un ejemplo de lo que les espera a otros.
Pero ahora este hombre bueno, decente, misericordioso y santo -un obispo que realmente es "un pastor con olor a oveja", utilizando las palabras del Papa Francisco- es el objetivo de una agresión cobarde y malvada, tanto pública como privada. ¿Por qué? Porque cree que la Iglesia Católica tiene una respuesta mejor para el deseo humano de felicidad respecto a las falsas promesas de la revolución sexual en una sociedad en la que ya ningún comportamiento se considere aberrante, una sociedad como la de la serie de televisión The New Normal. Porque piensa que las instituciones católicas y los que en ellas trabajan pueden encarnar la verdad sobre la vida y el amor que la Iglesia Católica profesa sobre la base tanto de la Revelación como de la razón. Porque sabe que cuando el Estado nos exige que creamos en algo que sabemos que no es verdad, el resultado es todo tipo de pésimas consecuencias para la democracia.
El reciente ataque al arzobispo Chaput es sólo el aperitivo de lo que les espera a otros. Los tontos útiles que no hacen nada más que insistir en que si los obispos de los Estados Unidos se retiran de las guerras culturales todo irá bien, lo único que hacen es manifestar tanto su ignorancia sobre el significado del liderazgo pastoral como su increíble idiotez política. La sentencia Obergefell ha abierto la puerta a los demonios y su nombre es Legión. Hay que combatirlos con compasión, inteligencia crítica y franca honestidad sobre los fracasos de la Iglesia. Hay que combatirlos con los corazones abiertos a la posibilidad de conversión de los más enfurecidos anticlericales. Y hay que combatirlos en el reconocimiento pleno de que todos vivimos por la Divina Misericordia.
Pero hay que combatirlos. El testimonio evangélico de la Iglesia y el futuro de la democracia en América dependen de esta batalla.
Artículo publicado en National Review.
Traducción de Helena Faccia Serrano.