George Orwell, pensador y a la vez hombre de acción completamente ajeno a la fe cristiana, autor de obras tan importantes e influyentes en el siglo XX como Rebelión en la granja o 1984, escribió: “Hay que ser un intelectual para creerse semejante cosa: alguien normal no hubiera podido llegar a tal grado de simpleza”.
Orwell, que participó en la guerra civil española de 1936-1939 en el bando republicano y alabó las acciones revolucionarias de los milicianos y el cambio social que imponían, fue un verdadero profeta que vislumbró cómo los totalitarismos oprimirían al hombre. De forma especial el comunismo, convirtiéndose en un azote intelectual del estalinismo.
La citada sentencia la refería Orwell a aspectos de los totalitarismos, pero es muy aplicable a la ideología de género. Ésta es tan contraria a la más elemental evidencia, a la biología, a cualquier observación de la realidad, a la vida cotidiana, que asumirla no solo es una simpleza, sino que raya la estulticia. Se da, sin embargo, la paradoja de que una gran parte de la sociedad la traga, y desde Naciones Unidas, Estados, parlamentos, instituciones públicas, organizaciones civiles, centros educativos desde el jardín de infancia a la universidad, la pretenden imponer a toda costa en las mentes, y la mayoría de medios de comunicación, productoras cinematográficas, etc. la difunden hasta el punto de que en cualquier telediario, película o serie la sacan hasta el empacho de los más moderados y transigentes. Por parte de algunos gobiernos se llega a extremos como los de sancionar a quienes afirman que solo existen dos sexos, masculino y femenino.
Resistir a tanta presión y estar dispuestos a poner en evidencia la absurdez de la ideología de género es hoy una tarea imprescindible y a la vez urgente. Muy positivo en este sentido el libro de Pedro Trevijano recientemente publicado, Lo que un católico debe saber sobre la ideología de género. Trevijano ha llegado a decir que es “la moral del diablo” la promovida por la ideología de género.
Todas las ideologías son siempre un sistema cerrado de pensamiento, una construcción mental con una concepción de la persona, de la sociedad o del mundo. Quienes las crean o sostienen tienen una determinada visión, la que sea. En bastantes casos esta visión no se adapta a la realidad, pero se da la peculiaridad de que cuando así ocurre sus creadores no la modifican para adecuarla a la realidad, sino que parten de la base de que es esta última la que debe adaptarse a la ideología. Se da en mayor o menor grado en todas las ideologías, pero en la de género la disociación es extrema, porque su conexión con la realidad humana y biológica es nula.
Tal ideología implica subvertir la realidad del ser humano desde sus raíces, y con ello la familia, el entorno social, la educación, las relaciones humanas. Por ello mismo es especialmente dramático que una gran parte de la sociedad la haya asumido. O… quizás no tanto. Muy pocos se atreven, nos atrevemos, a expresar pública y abiertamente el rechazo a la ideología de género, pero en las relaciones personales muchos dicen frases como “a los gays se les debe respetar, pero no me harán creer que lo suyo es lo normal”, o “no me creo que sean tantos como algunas estadísticas pretender hacer creer”, o “estoy cansado de que en la escuela de mis hijos se meta hasta el calzador y se les adoctrine con estos asuntos del género”, y otras similares. Estoy seguro de que el lector las habrá oído no pocas veces en conversaciones con familiares, amigos o compañeros de trabajo.
Vuelvo a otro texto de George Orwell: “Ver lo que está delante de nuestros ojos requiere de un esfuerzo constante. Y en tiempos de engaño universal decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”.
Me atrevo a hacer un pronóstico: durante unos cuantos años más seguirá in crescendo esta imposición de la ideología de género. Es un tsunami propulsado desde las más altas instancias y financiado por algunos magnates y otros muchos poderosos. Pero no tardará en desmoronarse como un castillo de naipes. Es una apuesta contra la naturaleza de las cosas y del ser humano, un “non serviam” contra el orden creado por Dios, y por ello mismo condenado al fracaso.