Durante las últimas semanas varios casos de infanticidios frustrados o consumados han levantado gran escándalo entre los medios de cretinización de masas, siempre prestos a sugestionar con aspavientos a las gentes sencillas. En tal escándalo subyace un fondo de hipocresía y cinismo de la peor ralea; pues los mismos medios de cretinización de masas que juzgan dementes a las mujeres que arrojan a su bebé al cubo de la basura, o que lo degüellan en un cementerio, juzgan perfectamente cuerdas a las mujeres que se dejan raspar el útero para que a su hijo lo arrojen a una picadora de carne, o (porque del niño gestante, como del marrano, se aprovecha todo) para que sus tejidos y órganos sean vendidos a precio de oro. Cualquier persona que no esté ofuscada del todo ha de concluir que la madre que degüella a su hijo recién nacido y la madre que manda arrojar a su hijo gestante a la picadora de carne están igualmente dementes o cuerdas; y que sólo las distingue el cuajo de la primera, que se atreve a hacer por sí misma lo que la otra prefiere que le hagan por encargo y de forma más aséptica (ojos que no ven, corazón que no siente).
En una de sus paradojas más sobrecogedoras, Chesterton encomiaba a los infanticidas como «pioneros progresistas» dispuestos a consumar de forma plena y sin tapujos lo que otros progresistas más remilgados o pusilánimes sólo se atreven a realizar de forma sibilina y pazguata. «Si lo que la cristiandad ha considerado moral no tiene sentido», escribía Chesterton, «deberíamos entonces sentirnos libres para ignorar toda diferencia entre los hombres y los animales». Nadie le rasparía el útero a una gata o a una coneja; se deja, simplemente, que alumbre a su camada; y, si la camada es en exceso numerosa u onerosa, o si incluye gatitos o conejitos enfermos o contrahechos, se les retuerce el cuello, o se les ahoga en una palangana, y santas pascuas. «¿Por qué no hemos de hacer con los niños lo mismo que con los gatos?», se preguntaba Chesterton. Resultaría mucho más lógico dejar que se concluyese su gestación; y, una vez alumbrados, se podría proceder a su exterminio con un criterio mucho más lógico. «Tal comportamiento –concluía Chesterton– sería propia y razonablemente eugenésico, porque podríamos seleccionar tranquilamente a los mejores, o al menos a los más saludables, y sacrificar a aquellos a quienes juzguemos inadaptados». Y esto, que en la época de Chesterton había que hacerlo a ojo de buen cubero, hoy se podría determinar científicamente: un análisis genético del niño recién nacido nos permitiría saber si va a ser un hombre perspicaz o ceporro, un adonis o un quasimodo, un sansón o un enclenque. Y podríamos desprendernos tan ricamente del ceporro, del quasimodo, del alfeñique, contribuyendo a mejorar la especie. El infanticida, en efecto, es infinitamente más racional que el abortero; y si no se castiga al que mata a un niño gestante, tal vez deberíamos premiar al que mata a un niño recién nacido: porque el aborto es matar a voleo, mientras que el infanticidio es matar con precisión y certeza.
Y, por supuesto, el infanticida es infinitamente más digno que el abortero. Pues, aunque es cierto que el niño recién nacido no puede defenderse de su matador, al menos puede mirarlo a los ojos mientras lo abandona en el cubo de la basura; y si el infanticida degüella al niño recién nacido, habrá de empaparse las manos en su sangre acre y caliente. Del mismo modo que el asesino que mata de frente demuestra ser más valeroso que el asesino que mata de espaldas, el infanticida demuestra ser un progresista intrépido y cabal, frente al abortero, que es un progresista cobardón y miramelindo.