«El que cree en la Eucaristía cree en todo el Credo». Esta frase del santo Obispo de los Sagrarios Abandonados, D. Manuel González, encierra, entre otras muchas, esta gran intuición: Cristo muerto y resucitado vivo, entregado en la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, de la vida de cada creyente. El Concilio Vaticano II afirmó que la Eucaristía es «el centro y culmen de la vida de la Iglesia» (SC 10; LG 11) . Por eso es una cuestión «de vida o muerte». Con razón los mártires de Abisinia en la persecución de Diocleciano proclamaban, al dejárseles sin celebrar la Eucaristía el día del Señor: «Sine Dominico non possumus — No podemos vivir sin el Día del Señor».
La Eucaristía es un regalo, un don, no un merecimiento. Esta perspectiva nos puede ayudar cuando consideramos las circunstancias por las que no es posible recibir la Sagrada Comunión. Sucede que no siempre podemos acceder a la Eucaristía de modo sacramental, bien porque no estamos en gracia de Dios (en pecado mortal), bien porque no hayamos cumplido el ayuno preceptivo previo de una hora, bien porque nuestra situación de vida no concuerde con la vida que debemos vivir como bautizados.
Luego, hay situaciones en las que no podemos recibir la Comunión sin que sea nuestra culpa. Por ejemplo, puede ser que no podamos recibir los sacramentos por estar enfermos, o por vivir en una zona alejada en la que los sacramentos no se celebran con regularidad. Algún viaje de emergencia u otra complicación extraordinaria podría también limitar nuestro acceso a la Eucaristía.
Por último, puede haber circunstancias calamitosas como en tiempos de guerra o peste (nuestra pandemia sería el caso), en que los católicos tienen prohibido asistir a Misa y no pueden recibir la Sagrada Comunión ni fuera de la Misa, a menos que se reciba como Viático (en peligro de muerte).
En todas estas situaciones de privación Cristo está en medio de nosotros: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La ausencia de sacramentos (signos sensibles portadores de la gracia) no significa ausencia de gracia: «La gracia no está sometida a los sacramentos» (CEC 1275). Ciertamente los sacramentos son los medios ordinarios de acceso a la gracia, a la vida de Cristo muerto y resucitado.
La gracia, siendo siempre gracia de Cristo, se nos puede dar por múltiples caminos. Incluso un no creyente, dice el Concilio Vaticano II en una frase que es una cruz para los intérpretes, puede ser asociado por el Espíritu Santo al misterio de Cristo por cauces que nosotros desconocemos: «Debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22 § 5).
En situaciones de impedimento para acceder a la Sagrada Comunión tenemos un «remedio» a nuestro alcance: hacer un acto de comunión espiritual.
La comunión espiritual es un acto de fe y de amor, un acto de devoción personal cuando las circunstancias que sean no impidan recibir la Sagrada Comunión. Evidentemente la ley de la encarnación de nuestra fe requiere el sacramento como signo sensible, corporal, de la gracia. Ahora bien en la imposibilidad de recibirlo, podemos elevar el corazón a Dios, en deseo hondo, deseando imitar el modo en que la Virgen y los santos acogieron a Jesús. Para esto no hay establecidas fórmulas rituales. Es un deseo personal eucarístico en una circunstancia de imposibilidad y aquí puede entrar toda la «creatividad» espiritual personal para abrir el alma a que Dios entre con su gracia. Aunque, en este caso, no sea de manera sacramental. La actuación de gracia no se ata solo a los sacramentos.
La obligación del precepto dominical y la recepción de la Eucaristía
Hay que advertir que la obligación de asistir a Misa los domingos y la recepción de la Sagrada Comunión son dos cosas diferentes. Ya hemos dicho que no todos pueden siempre acercarse a la Comunión en la celebración sacramental de la Eucaristía por motivos varios.
La recepción habitual de la Comunión es algo relativamente reciente, desde que el papa San Pío X (pontificado 1903-1914) exhortó a la comunión frecuente. Durante muchos siglos la comunión no era algo «regular». Incluso los santos nos eran asiduos a la comunión. San Luis Rey de Francia la recibía seis veces al año. Hoy en día los católicos tenemos prescrito por la ley de la Iglesia comulgar al menos una vez al año, en el período de Pascua (es el llamado precepto pascual). Esto no impide que la Iglesia anime a participar con frecuencia del banquete eucarístico: «La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la Sagrada Comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía» (CEC 1417). De todo ello se deduce que la obligación de participar en la Misa (precepto dominical que recurre una 60 veces al año) no está supeditada a la de recibir la comunión (estrictamente una vez al año, con la recomendación de hacerlo siempre que se pueda).
La comunión es un acto eclesial
Normalmente no recibimos la Comunión cuando no podemos asistir a Misa (siempre existe la posibilidad, en el caso de los enfermos sobre todo, de comulgar fuera de la misa).
Sin embargo el credo, nuestra participación en los sacramentos y nuestra obediencia a nuestros pastores hacen de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo, una familia unida en la fe y en la vida divina pero no como marionetas, sino con nuestra participación libre de inteligencia y voluntad: así formamos el nuevo Pueblo de Dios centrado en el Cuerpo de Cristo eucarístico. En la Misa, pues, nos unimos a todas la Iglesia, de ahí que se nombre en la plegaria eucarística al Papa y al Obispo de la diócesis. La eucaristía inserta a los bautizados en la máxima expresión de la vida eclesial: la Santa Misa. Resulta impresionante volver a escuchar lo que San Agustín decía a sus fieles: Cuando comulgáis y decís ¡Amén! (no solo es que asentís a la realidad del cuerpo de Cristo que comulgáis), sino que decís amén al Cuerpo eclesial de Cristo, que es vuestro propio misterio (*). La Comunión no es algo estrictamente individual o devocionista, sino que implica toda esta carga eclesial del sacramento. Más aún, la Comunión nos lleva al ofrecimiento total de la vida que es la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Aunque no pueda hacer ya «nada» en mi existencia (enfermedad, dependencia…) siempre quedará el ofrecimiento.
«En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas a las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda» (1368).
Cada vez que se ofrece la Eucaristía al Padre, por la tanto, se ofrece el Cuerpo de Jesucristo y se ofrece con él la Iglesia Cuerpo Cristo. De ese ofrecimiento se benefician incluso los no asistentes porque redunda en toda la vida y misión de los miembros de la Iglesia terrestre, pero también purgante. Aquí es donde, ante la imposibilidad de acudir al sacramento eucarístico podemos unirnos místicamente (espiritualmente) al sacrificio de Cristo mediante la comunión espiritual. No estamos abandonados ni por Dios ni por la Iglesia, por graves que sean las circunstancias de guerra, peste o pandemia.
«A cada fiel o a las comunidades que por motivo de persecución o por falta de sacerdotes se ven privados de la celebración de la sagrada Eucaristía por breve, o también por largo tiempo, no por eso les falta la gracia del Redentor… si están animados íntimamente por el deseo del sacramento y unidos en la oración con toda la Iglesia; si invocan al Señor y elevan a él sus corazones, viven por virtud del Espíritu Santo en comunión con la Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, y con el mismo Señor. Unidos a la Iglesia por el deseo del sacramento, por muy lejos que estén externamente, están unidos a la misma íntima y realmente, y por consiguiente reciben los frutos del sacramento» [Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale a todos los obispos de la Iglesia Católica , III,4 (6-VIII-1983)].
Siguiendo el ejemplo de los santos: hacer la comunión espiritual
A lo largo de los siglos muchos santos nos testimonian cómo hicieron y vivieron la realización de la comunión espiritual. Siguiendo sus huellas podemos imitarlos hoy. Espigo solo algunos ejemplos.
Santa Teresa de Jesús fomentaba esta práctica: «Cuando no puedan comulgar ni oír Misa, pueden comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho. Es mucho lo que se imprime el amor así del Señor».
San Juan María Vianney, el Cura de Ars decía: «Cada vez que sientas que tu amor por Dios se está enfriando, rápidamente haz una comunión espiritual. Cuando no podamos ir a la iglesia, recurramos al tabernáculo; ninguna pared nos podrá apartar de Dios».
San Pío de Pietrelcina, incluso celebrando diariamente la Misa, decía: «Cada mañana, antes de unirme a Él en el Santísimo Sacramento, siento que mi corazón es atraído por una fuerza superior. Siento tanta sed y hambre antes de recibirlo que es una maravilla que no me muera de ansiedad. Mi sed y mi hambre no disminuyen después de haberlo recibido en la comunión, sino que aumentan. Cuando termino la misa, me quedo con Jesús para darle gracias».
Como se ha dicho más arriba no hay un ritual para la comunión espiritual. Sí será buen buscar previamente el perdón con un acto de contrición, y si se tuviera conciencia de pecado mortal, hacer una confesión sacramental lo antes posible.
La comunión espiritual implica tres condiciones:
1) Expresar nuestra fe (Credo), y de modo particular en la presencia real de Cristo en la Eucaristía;
2) Expresar el deseo inmediato de estar unidos sacramentalmente con Cristo en la Eucaristía; y
3) Expresar nuestro deseo de permanecer unidos con Cristo y disfrutar los frutos que nos proporciona la recepción sacramental de la Eucaristía.
Hemos dicho que la Iglesia no tiene rituales establecidos para la comunión espiritual. Eso no quita que muchos santos nos ofrecen ricas fórmulas que forman parte del tesoro de la Iglesia para todos:
En actitud orante, ante Dios Creador de todo y Redentor nuestro, con sed de Eucaristía, pedimos:
Entre las más conocidas y populares está la comunión espiritual de San Alfonso Ligorio. Solía decir el santo: «La comunión espiritual consiste en el deseo de recibir a Jesús Sacramentado y en darle un amoroso abrazo, como si ya lo hubiéramos recibido». Esta era su fórmula:
«Creo, Jesús mío, que estás realmente presente
en el Santísimo Sacramento del Altar.
Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma.
Pero como ahora no puedo recibirte sacramentado,
ven al menos espiritualmente a mi corazón.
(Se hace una pausa en silencio para adoración).
Como si ya te hubiese recibido, te abrazo y me uno del todo a ti.
No permitas, Señor, que jamás me separe de ti. Amén».
Otra fórmula muy sencilla y muy extendida es:
«Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza,
humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre;
con el espíritu y fervor de los santos».
Eucaristía en la vida y vida eucaristizada
Aunque sacramentalmente no haya sido posible la recepción del Señor, al hacer la comunión espiritual nos comprometemos a vivir eucarísticamente. Ya sea la Santa Misa como el deseo de Eucaristía en la comunión espiritual deben llevarnos a ser Eucaristía en la vida diaria. Nunca olvidemos las palabras del sacerdote tras la consagración «Haced esto en memoria mía». Estas no son solo las palabras de Cristo en el cenáculo para instituir a los apóstoles como sacerdotes. Son palabras que oímos de labios del sacerdote tras la consagración y que se nos dicen a todos, no para hacernos sacerdotes ordenados (en realidad es la vivencia del sacerdocio común por el bautismo), sino para que vivamos eucarísticamente según lo que acaba de decir Cristo en la consagración: «Esto es mi Cuerpo entregado… esta es mi Sangre derramada…).
San Juan no incluye en su evangelio la institución de la Eucaristía pero sí el lavatorio de los pies: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?... Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros… os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis (Jn 13,12-16).
La enseñanza de san Pablo es muy semejante: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).
Siempre, también en cuarentena, aunque no podamos «hacer» nada, sí cabe el ofrecimiento que brota de la comunión eucarística sacramental o espiritual. Esta es la dimensión litúrgica de toda nuestra existencia que no queda reducida a la dimensión ritual, sino que brota y se despliega desde ella. De otra manera sería imposible.
(*) «Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el “Amén”, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El Cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el “Amén”» (San Agustín, Sermón 272).
Artículo publicado en Magnificat.