Hace unas semanas, escuchábamos al Papa (en sintonía con sus predecesores) pedir perdón «por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América». No entraremos aquí a señalar, por archisabidos, los peligros de enjuiciar acontecimientos pretéritos con mentalidad presente. Señalaremos, en cambio, que como cabeza de la Iglesia el Papa sólo puede pedir perdón por los crímenes que haya podido perpetrar o amparar la institución que representa; pues hacerlo por los crímenes que pudiera perpetrar o amparar la Corona de Castilla (luego Corona española) es tan incongruente como si mañana pidiese perdón a los sioux por los crímenes perpetrados por Búfalo Bill. Además, el Papa sólo puede pedir perdón por crímenes que la Iglesia haya podido cometer institucionalmente, con el amparo de leyes eclesiásticas, no por crímenes que hayan podido perpetrar por su cuenta clérigos más o menos brutos, salaces o avariciosos; pues pedir perdón por acciones particulares realizadas en infracción de las leyes emanadas de la instancia suprema es un cuento de nunca acabar que no sirve para sanar heridas, sino tan sólo para excitar el victimismo de los bellacos.
Yo vería muy justo y adecuado que la reina de Inglaterra o el rey de Holanda pidieran perdón por los crímenes institucionalizados que se realizaron en las colonias sojuzgadas por sus antepasados, donde los nativos por ejemplo tenían vedado el acceso a la enseñanza (en las Españas de Ultramar, por el contrario, se fundaron cientos de colegios y universidades), o donde no estaban permitidos los matrimonios mixtos (que en las Españas de Ultramar eran asiduos, como prueba la bellísima raza mestiza extendida por la América española), porque sus leyes criminales así lo establecían. Pero me resulta estrafalario que el Papa pida perdón por crímenes cometidos por españoles a título particular, y en infracción de las leyes promulgadas por nuestros reyes. Porque lo cierto es que los crímenes que se pudieran cometer en América fueron triste consecuencia de la débil naturaleza caída del hombre; pero no hubo crímenes institucionalizados, como en cambio los hubo en Estados Unidos o en las colonias inglesas u holandesas, pues las leyes dictadas por nuestros reyes no sólo no los amparaban, sino que por el contrario procuraban perseguirlos.
Colón había pensado implantar en las Indias el mismo sistema que los portugueses estaban empleando en África, basado en la colonización en régimen asalariado y en la esclavización de la población nativa. Pero la reina Isabel impuso la tradición repobladora propia de la Reconquista, pues sabía que los españoles, para implicarse en una empresa, necesitaban implicarse vitalmente en ella; y en cuanto supo que Colón había iniciado un tímido comercio de esclavos lo prohibió de inmediato. En su testamento, Isabel dejó ordenado a su esposo y a sus sucesores que «pongan mucha diligencia, y que no consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno ni en su persona ni en sus bienes». Este reconocimiento de la dignidad de los indígenas es un rasgo exclusivo de la conquista española; no lo encontramos en ninguna otra potencia de la época, ni tampoco en épocas posteriores. Los indios fueron, desde un primer momento, súbditos de la Corona, como pudiera serlo un hidalgo de Zamora; y los territorios conquistados nunca fueron colonias, sino «provincias de ultramar», con el mismo rango que cualquier otra provincia española.
Algunos años más tarde, conmovido por las denuncias de abusos de Bartolomé de las Casas, Carlos I ordenó detener las conquistas en el Nuevo Mundo y convocó en Valladolid una junta de sabios que estableciese el modo más justo de llevarlas a cabo. A esta Controversia de Valladolid acudieron los más grandes teólogos y jurisconsultos de la época: Domingo de Soto, Melchor Cano y, muy especialmente, Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda; y allí fue legalmente reconocida la dignidad de los indios, que inspiraría las Leyes de Indias, algo impensable en cualquier otro proceso colonizador de la época. Por supuesto que durante la conquista de América afloraron muchas conductas reprobables y criminales, dictadas casi siempre por la avaricia, pero nunca fueron conductas institucionalizadas; y la Iglesia, por cierto, se encargó de corregir muchos de estos abusos, denunciándolos ante el poder civil.
Antes de pedir perdón por crímenes del pasado, conviene distinguir netamente entre personas e instituciones; de lo contrario, uno acaba haciendo brindis al sol. Tal vez procuren muchos aplausos, pero son aplausos de bellacos.
Artículo publicado originalmente en XLSemanal.