Como hemos percibido que nuestras consideraciones sobre el llamado «pin parental» han levantado muchas ronchas, volvemos sobre el tema; pues nos encanta golpear donde duele. Cuando Sócrates desobedeció las leyes de Atenas lo hizo, desde luego, por decisión propia, pero en nombre de una ley moral que su conciencia no podía conculcar. En cambio, quien esgrime el «pin parental» lo hace por decisión propia, pero también en nombre propio, apelando a la soberanía de la propia conciencia individual, tan respetable y digna de ser protegida por las leyes como la de quien decide lo contrario (ocasionando, se supone, un daño grave a sus hijos). Se trata de una distinción sumamente importante: Sócrates no pretendía que se reconociese legalmente su propia opinión como derecho subjetivo, al igual que cualquier otra (que es lo que pretende el «pin parental»); Sócrates rechazaba las pretensiones ilegítimas del poder que exigía a las conciencias acciones inmorales en sí. Que es precisamente lo contrario de lo que hace el «pin parental», al pretender que las opiniones más diversas (lo mismo las rectas que las inicuas) se conviertan en derechos subjetivos que la ley protege. Lo cual sólo consagra la incapacidad para hacer juicios objetivos sobre las cosas y la imposibilidad de dictar leyes razonables y justas, convirtiendo el subjetivismo en ley.
Lo cual presupone una concepción irracional de la ley, que de este modo se limitaría a garantizar el cumplimiento de la voluntad de cada quisque. Cientos, miles, millones de «pines» reclamando cada uno lo suyo, en enjambre aturdidor… hasta el que el Estado Leviatán tiene que intervenir para atajar el guirigay y «poner orden»; un orden que, por supuesto, será aberrantemente desordenado e inicuo. La introducción del «pin parental» sólo servirá para que la libertad de los padres para elegir la educación que desean para sus hijos se convierta en un bazar de opiniones encontradas y delirantes que, a la postre, servirán de justificación cínica para que el Estado Leviatán imponga pérfidamente un cínico derecho de los hijos para librarse de las preferencias de sus padres; que, por supuesto, sólo se empleará contra esos padres católico-talibanes que no quieren que a sus hijos les enseñen a explorar todos sus orificios en la escuela.
El «pin parental» -como artilugio liberal que es, aunque disfrazado de resistencia socrática- sólo contribuirá a arraigar (¡todavía más!) en las conciencias que no hay un orden moral objetivo que garantiza el bien común, sino que cada uno puede montarse su propia moral subjetiva y buscar su interés particular, propiciando a la postre una más encarnizada intervención del Estado Leviatán, que impondrá un falso orden. La misión de un político responsable no es arbitrar pintorescas invenciones que, al privatizar la verdad, sólo contribuyen a hacer añicos el bien común, sino afianzarlo mediante leyes que protejan a la comunidad, tanto del Estado Leviatán como de sus propias tendencias destructivas. El derecho -nos enseña Aristóteles- es determinación de lo que es justo; no protección casuística de todas las opiniones. El «pin parental» consolida una visión corrompida del derecho, que convierte las sociedades en hormigueros disociales, mientras alivia a los políticos de su verdadera obligación, que no es convertir el subjetivismo en ley, sino promulgar leyes que sean ordenaciones racionales dirigidas al bien común, que protejan a «mis» hijos y a los hijos del vecino por igual. Cuando no se libra esta batalla por el bien común se incurre en un relativismo más peligroso que el Estado Leviatán; pues la neta iniquidad acaba generando resistencia en quienes la sufren, frente al relativismo que sólo engendra individuos solipsistas.
Publicado en ABC.