Hace unos días me invitaron, como representante del Liceo (instituto) en el que doy clases, a un encuentro de orientación para las familias y los estudiantes de la “terza media” (11 a 14 años) que se tienen que inscribir en las escuelas superiores.
El experto de orientación que guió el encuentro habló de las diferencias entre Liceo, Instituto Técnico e Instituto Profesional, dedicando la mayor parte de su tiempo al número de horas lectivas y a las materias impartidas. Los Directores de las Escuelas y los encargados de orientación de cada escuela no fueron invitados a hablar, como si no fuera interesante para los muchachos y los padres descubrir la experiencia concreta y real de cada escuela individualmente. No hace falta decir que en muchos rostros se leía la insatisfacción. ¿Quién había proyectado el encuentro? La persona que hablaba, ¿de verdad partía de la exigencia de quien tenía delante? ¿De verdad hablaba al auditorio como si fuera su hijo el que tuviera que elegir la escuela superior?
Antes de que el encuentro finalizara, intervine recordando a los chicos la importancia y belleza de su elección, que la escuela no era una cárcel en la que se permanecía un cierto número de horas, sino que debía ser un lugar y un punto de referencia, en el cual el “yo” del muchacho se siente florecer, crecer, germinar en el deseo de poder descubrir los propios talentos y ponerlos al servicio de todos. Expliqué brevemente la experiencia que vivía en nuestra escuela. Y entonces el moderador sí dio la palabra a los otros representantes de las escuelas para que hablasen, de manera breve, de la propia realidad escolar.
Éste es un ejemplo evidente de cómo, a menudo, también en iniciativas cómo éstas no se parte del hombre, de sus exigencias y de sus necesidades. Es como si el hombre fuera incapaz de partir de sí mismo, de su experiencia, de las evidencias fundamentales; es como si estuviera alienado, es decir, fuera de sí mismo, como demuestra este otro ejemplo.
Hace algún tiempo, en una lección en una universidad italiana, un profesor de filosofía sostuvo frente a los estudiantes que una actitud seria debería inducirles a dudar de que él estuviera hablando y de que esa fuera una cátedra. Entonces, una estudiante alzó la mano para rebatir dichas disquisiciones, sosteniendo que la consecuencia más razonable de dicho planteamiento del problema sería salir del aula, visto que nadie estaba seguro de que en ese momento se estuviera impartiendo una lección de filosofía. Un enfoque como éste negaba la evidencia misma de la realidad, pero negaba también la exigencia primera que tiene el hombre, es decir, saber la verdad. Cuando yo cuento una historia a mis hijas, éstas me preguntan si es verdad o no.
Estamos en una época en la que cada afirmación sobre la existencia de la verdad es tachada de “fundamentalismo religioso” o de “conservadurismo cultural”, de “actitud anacrónica” que no está al paso con los tiempos. Pues bien, en esta época en la que las personas buscan las respuestas a sus preguntas consultando a expertos que puedan infundir serenidad a sus inquietudes, todos se declaran expertos, todos piensan que pueden juzgar todo y decir la propia verdad sobre todo. Lo que importa es que nadie ose hablar de la verdad. Cada uno puede expresar su opinión. Todas las opiniones son igualmente importantes según la expresión que, a menudo, se repite en los discursos: “Yo soy de mi opinión, no de la tuya”.
Pues bien, de este modo, el diálogo no puede realizarse. Paradójicamente, la suposición de que la verdad no existe, o de que existen muchas verdades (lo cual equivale a decir que la verdad no existe), aniquila en el mismo momento de su nacimiento toda posibilidad de comunicación real, de diálogo intercultural, todo propósito de educación, todo crecimiento cultural real y posible.
No puede haber comunicación porque no se puede pensar en la posibilidad de coparticipación en una verdad que va con uno de los dos interlocutores o que deriva de otros. Cuando la verdad es negada de raíz, cada uno sigue caminando en su proprio túnel de cristal transparente en el que podrá ver a los otros, pero sin entrar realmente en contacto con ellos. Falta incluso el supuesto inicial de intentar encontrar juntos un recorrido. La negación a priori de la verdad niega toda posibilidad de camino, de diálogo, de búsqueda; mina desde la raíz todo posible desarrollo humano, crea las bases de un escepticismo que, con el tiempo, se convertirá en motivo de desconsuelo, en aridez, en poca voluntad para construir y realizar el bien para uno mismo y para los otros.
No puede haber un verdadero diálogo intercultural entre pueblos distintos porque en el diálogo es necesario tener verdadera conciencia de la propia posición y de la propia identidad. Para poder decir “tú” es necesario primero saber decir “yo”. Debo saber quién soy yo para poder preguntar al otro quién es él.
No puede existir una verdadera educación, porque se educa introduciendo a alguien en la realidad según una hipótesis explicativa de la misma, hipótesis que debe ser, por tanto, considerada como buena, real, atendible. No se puede adentrar uno en una habitación completamente oscura sin ningún aparato luminoso; es necesaria la utilización de una luz que, de alguna manera, ilumine algún detalle de la habitación.
No puede haber cultura porque todo el saber, el crecimiento y la evolución en el campo de la cultura y de la tecnología parten de la hipótesis de tributar confianza y fe a la tradición que te ha sido entregada hasta ese momento: si el hombre tuviera que rehacer todos los pasos del desarrollo científico de la rueda o del fuego para verificarlos cada vez, el desarrollo humano no avanzaría.
Todos los que niegan a priori e ideológicamente la existencia de la verdad están obligados, subrepticiamente, a reintroducirla y considerarla válida en sus discursos. De hecho, no puede realizarse un discurso humano sin el supuesto de la existencia de una verdad; no puede darse la cultura, no existe el desarrollo, estaríamos todos aún en la edad de piedra.
Es verdad que la modernidad está precisamente bien representada en esta duda aplicada a todo, en esta duda metódica que Descartes ha introducido como único punto posible de partida en la cognoscibilidad de lo real. En Descartes la duda sustituye a la maravilla, que en la filosofía antigua ha representado siempre el punto de partida de toda reflexión. Toda la filosofía moderna se presenta como articulación y ramificación de la duda. Nos lo atestigua Nietzsche. La duda cartesiana atañe a los sentidos, a la razón y a la fe. La única certeza reside en la conciencia y la forma cognoscitiva más alta es, entonces, la matemática, es decir, lo que se consigue mediante un instrumento que está producido por la propia mente.
La verdad, así, ya no es algo objetivo que se revela, sino un producto subjetivo de la mente humana. Por tanto, la contemplación (posición humana que representa el vértice supremo frente a la realidad) es sustituida por la acción. Por consiguiente, la modernidad se ha interesado siempre más en el cómo, es decir, en el proceso de realización de un objeto o de acontecimiento de un fenómeno, desinteresándose de preguntas sobre el porqué y el Ser. De este modo, el hombre moderno, el homo faber, está expuesto al riesgo de percibirse como nuevo Dios que sustituye al Creador.
Por tanto, la historia ya no será una narración de los hechos humanos y de los sufrimientos, sino que estará considerada como producción de las manos del hombre. De aquí se deduce la idea de la historia humana como progreso inagotable, del cual Dios ha sido exiliado definitivamente.
Preguntándose qué influye mayormente en la afirmación del relativismo en la contemporaneidad, el historiador de arte austriaco Hans Sedlmayr (1896-1984) responde que se trata de la pérdida del centro, es decir, la pérdida de la centralidad del yo.
Sólo en una auténtica relación de reconocimiento de la dependencia del Misterio, del significado del Todo, de Dios, puede persistir la conciencia de sí mismo del hombre, un verdadero humanismo y una auténtica fecundidad.
Así se ha expresado a este respecto el gran filósofo ruso contemporáneo Nicolás A. Berdiaev (1874-1948): «La persona humana busca para sí algo sagrado, anhela someterse libremente para encontrarse a sí misma. Se repite así la verdad paradójica de que el hombre adquiere y se afirma a sí mismo si se somete a un principio sobrehumano, encontrando en lo sagrado sobrehumano el contenido de la propia vida; al contrario, el hombre se pierde a sí mismo si se libera del contenido sobrehumano supremo y no encuentra en sí nada más que su pequeño mundo cerrado. La afirmación de la individualidad humana presupone el universalismo; lo demuestran todos los resultados de la cultura y de la historia moderna en la ciencia, en la filosofía, en el arte, en la moral, en el estado, en la vida económica, en la técnica; lo demuestran y lo prueban con la experiencia. Está probado y demostrado que el ateísmo humanístico lleva a la autonegación del humanismo, a la degeneración del humanismo en antihumanismo, al paso de la libertad a la constricción. Así acaba la historia moderna y empieza una historia distinta que yo, por analogía, he llamado nuevo medioevo. En ella el hombre debe unirse para reunirse, debe someterse al supremo para no perderse definitivamente».
Cuando el hombre ya no tiene conciencia del propio yo, podríamos también decir de la naturaleza del proprio corazón, hecho para el amor, para el bien, para la belleza, entonces surgen lo feo, la negatividad, la pérdida de sentido de las cosas. La muerte, la obscenidad, la fealdad, el uso anómalo de la sexualidad sustituyen al deseo de vivir, a la sacralidad, a la belleza y a la ternura amorosa: he aquí en parte aclarados algunos escenarios artísticos, pseudoartísticos y cinematográficos de la contemporaneidad.
La contemporaneidad ha perdido el sentido de la muerte (completamente exorcizada y masificada y, por tanto, ajena a nosotros). La muerte pública, colectiva, es presentada, de hecho, de forma impersonal y cinematográfica, no nos afecta, porque pensamos que no nos concierne. La muerte privada es, en cambio, reivindicada como derecho personal de elección, que hay que defender de todo propósito de tutela de la vida débil y frágil. Está triunfando la cultura de la muerte sobre la cultura de la vida.
Precisamente por este motivo, dice Berdiaev, la contemporaneidad se caracteriza por el gran desperdicio de energías espirituales que induce a un empobrecimiento del hombre, de su capacidad productiva y de su fecundidad artística.
Artículo publicado en Tempi.
Traducción de Helena Faccia Serrano.