Leí una vez que “solo posees verdaderamente aquello que no perderías en un naufragio”. Es decir, nada. No poseemos ni siquiera la vida, que nos podría ser arrebatada en cualquier momento y sin previo aviso.
Veo, sin embargo, a muchos que viven como si el naufragio no fuera con ellos. Aunque el barco se está hundiendo, se muestran tranquilos porque el agua aún no ha llegado a su camarote, y sestean plácidamente sin querer ver la realidad. Es el egoísmo atroz que atrofia el alma, nubla los ojos y esclerotiza el corazón. “Mientras yo esté cómodo, ya puede hundirse el barco”, piensan. Y luego, cuando es demasiado tarde, se agarran desesperados a un trozo de madera buscando únicamente su salvación, e incluso patean a todo aquel que trata de asirse para no morir ahogado. “¡Es mi trozo de madera!”, gritan. Egoísmo en estado puro hasta los últimos momentos.
Me pregunto si no es éste un signo de nuestros tiempos. Estamos cómodos en nuestras casas, tumbados tan a gusto en el sofá viendo la serie de moda que nos sirven como morfina, con el aire acondicionado que mantiene una temperatura perfecta y después de una frugal pero agradable cena. Parece que el mundo termina detrás de la puerta de nuestra casa; ni sabemos ni nos interesa saber lo que hay al otro lado. “Se está tan a gusto”, suspiramos, mientras nos acurrucamos buscando la postura ideal.
Entiéndaseme: evidentemente no estoy haciendo una crítica al sano -y necesario- descanso, sino a la actitud narcisista y egoísta de vivir casi permanentemente encerrado en uno mismo, aislado de los demás y de los problemas del mundo. Es cierto lo que decía Martín Descalzo de que “nadie está llamado a cambiar el mundo, pero sí su mundo”; el problema es cuando “mi mundo” termina a dos palmos de mis narices.
¿Por qué tanto vacío interior, tanto Prozac, tanta terapia alternativa e incluso tanto suicidio? Muchos escarban y escarban en su interior buscando respuestas, tratando de mitigar el dolor que sienten, desconectándose más y más de la realidad y de los demás. Gastan todas sus energías en sí mismos, sin quizás percatarse de que ese es, precisamente, el error. En esos casos, como decía C.S. Lewis, parece que sólo un golpe de sufrimiento es capaz de sacarnos de nosotros mismos, de devolvernos a la realidad: “Nuestros dolores son el altavoz que Dios usa para despertar a un mundo sordo”.
Es difícil de admitir, pero hay veces en las que el sufrimiento puede hacernos volver en nosotros mismos, de rescatarnos, de asentar de nuevo nuestros pies en el suelo. De recordarnos que hay otras personas en el mundo, y que son mis hermanos, y que mis problemas y dificultades no son el centro del universo por mucho que retumben en mi cabeza. El dolor es la solución, sí. Una de ellas, al menos. Porque también lo es el vivir esta realidad conscientemente, dejando de mirarse obsesivamente a uno mismo y comenzar a contemplar a los demás. ¿Hace mucho que no hace ese ejercicio?