Siempre he sentido admiración por la cultura francesa. Decenas de autores franceses figuran en mi biblioteca en lugares de privilegio. Por eso la última declaración del presidente francés Macron sobre el aborto me produjo verdadero estupor y consternación. Ello me hace volver sobre ese tema, alarmante como un incendio. Y no es inapropiada esta comparación, porque ya vemos cómo se está propagando. Sólo un dato: según cifras oficiales, desde la despenalización del aborto, hace veinte años, se perpetraron en España casi un millón de abortos (¡!). La cifra de los que tuvieron lugar durante ese tiempo en toda Europa es desoladora.
Sin embargo, la práctica del aborto es, hoy día, tan usual que puede acabar pareciéndonos razonable, conforme a razón, capaz de sostenerse ante un juicio crítico. Pero si yo tuviera que decir con toda sinceridad lo que me parece el aborto, diría que es una grave injusticia, una ofensa a la vida, la peor, la más destructiva y solapada; una práctica que rompe el orden del cosmos, donde las plantas dan flores, los árboles nos ofrecen sus frutos, los animales lamen cariñosamente a sus crías…; es un desorden que nos echa del paraíso, porque hace trizas la armonía; un hecho que debiera ser impensable, pero ahí está todos los días, en multitud de lugares, al lado de gentes que van y vienen a tientas, porque el sol del espíritu parece haberse apagado hace tiempo…
Para justificar una acción tan seria e irreversible como es el aborto no encontré razones suficientes en mis investigaciones antropológicas. Entonces acudí a escritores afamados que, a primera vista, podrían parecerme proclives a ser condescendientes con las teorías proabortistas, y me sorprendió la ambigüedad –peor, la inconsistencia– de sus posiciones.
Sólo dos ejemplos.
En su Ética aplicada (Alianza Editorial, 1981), José Ferrater Mora aborda el tema del aborto con términos muy imprecisos. Nada extraño que termine la explicación diciendo: "Ello se debe a que, si hay alguna 'propiedad' de algo, es –si se me permite esta torpe expresión– 'la propiedad del propio cuerpo'. (…) Una persona posee su propio cuerpo".
Leer dos páginas del fenomenólogo francés Maurice Merleau-Ponty o del antropólogo alemán Otto Friedrich Bollnow le hubiera bastado para que el verbo "poseer" le chirriase al aplicarlo al estudio del ser humano.
En su diálogo con el cardenal Martini en el libro ¿En qué creen los que no creen? (Temas de Hoy, 1997, pág. 38), Umberto Eco reconoce que no sabemos nada exacto sobre cuándo empieza el feto a ser persona; todo lo ve rodeado de ambigüedad, y añade: "Tal vez estemos condenados a saber únicamente que tiene lugar un proceso, cuyo resultado final es el milagro del recién nacido, y que decidir hasta qué momento se tiene el derecho de intervenir en ese proceso y a partir de cuál ya no es lícito hacerlo no puede ser ni aclarado ni discutido".
Esta posición cauta y respetuosa se halla en el buen camino, pero se queda muy corta, porque la ciencia biológica actual determina sin vacilación cuándo comienza a existir vida humana en el seno materno y qué grado de independencia muestra respecto a sus progenitores. Por tanto, la ciencia actual nos permite y nos exige incluso ser más contundentes, y afirmar que, al destruir un feto, se anula una vida humana, con todas sus implicaciones.
Con razón escribe el renombrado profesor alemán Robert Spaemann: "Debería poseerse una completa certeza de que los niños no nacidos no son personas para poder justificar que sean entregados a la muerte. Cualquier duda, cualquier incertidumbre en ese punto sólo puede obrar razonablemente a favor de la vida. Quien dispara sobre algo que se mueve en la espesura del bosque con la duda de que pueda tratarse de una persona, al menos puede ser condenado por homicidio culpable (Ética, Política y Cristianismo, Palabra, 2007, pág. 222).
La actitud agresiva respecto a un ser humano que viene hacia la vida en total menesterosidad implica para nosotros una pérdida incalculable. Durante siglos se había logrado formar a las sociedades en el respeto incondicional a la vida, y se llegó a suprimir el estado de esclavitud. Esto supuso un notable progreso en la vida de las gentes, pero, últimamente, con la introducción de la eutanasia y el aborto se perdió dicho respeto, olvidando que éste es un quicio del edificio de nuestra vida. Al perderlo, quedamos muy desguarnecidos, literalmente "desquiciados".
¿No sentimos a diario tal desquiciamiento al observar cómo se adueñan de las calles los robos y los acuchillamientos, el orden político se resquebraja por falta de valores y se convierte la convivencia social en un caos sin ley?
Sin duda lo advertimos, pero la sensación de que todo se está alterando peligrosamente no basta. Debemos preguntarnos cuál es la causa radical de este fenómeno avasallador. Y yo me atrevo a sugerir que en el fondo del mismo se halla el hecho de que se está perdiendo –o se ha perdido ya– el respeto a la vida.
Cuando todo un Parlamento declara impunemente que las madres tienen derecho a decidir sobre la vida de sus hijos no se logra un avance social, no hay "progreso" alguno –como se ha dicho en altas esferas–, sino el más lamentable regreso, porque se desvaloriza totalmente el concepto de vida y se infama el sagrado concepto de madre. Por eso no hay motivo alguno para aplaudir y considerar como un timbre de gloria la declaración reciente del supuesto "derecho al aborto", incluso para las menores de edad. Se olvida algo tan elemental en Antropología filosófica como que los derechos de que gozamos los seres humanos están destinados a hacer el bien, no el mal.
Nos lo muestra hoy la Antropología dialógica con toda claridad. Si los padres tienen derecho a dirigir la educación de sus hijos, es para garantizar su bien presente y futuro. Un profesor tiene derecho a mantener la disciplina en la clase, pero no para dominar a los alumnos, sino para asegurar el bien que significa una buena formación. La libertad con la que pueden actuar los padres y los profesores es una "libertad creativa", no una simple "libertad de maniobra". Ésta suele reducirse a un mero "mando". La "libertad creativa" se dirige a configurar una vida digna y creativa.
Distinguir las diversas formas de libertad que podemos adquirir en nuestro proceso de crecimiento es indispensable para orientar bien nuestra conducta, porque las formas superiores de libertad surgen a medida que movilizamos nuestra creatividad y nuestra generosidad. La práctica creciente del aborto marca, paso a paso, la historia de nuestro egoísmo. Para ganarle a éste la partida, sólo necesitamos movilizar briosamente nuestra actitud de generosidad.
Nada ilógico que sea esta virtud la que inspire las dos salidas para evitar el temible "síndrome del postaborto":
1) ayudar económicamente a las jóvenes que se ven ante un muro infranqueable al haber de resolver los problemas que les plantea su maternidad prematura;
2) "hacer de la necesidad virtud", y pensar que el diminuto ser que se mueve dentro de esas jóvenes y les ha removido dramáticamente toda su vida puede ser visto como un tesoro por una familia ansiosa de vivir la paternidad y la maternidad. Si las jóvenes ven a su niño en ciernes como un bien de inmenso valor entran en el reino de lo valioso y lo creativo. Con este nuevo ánimo lo ofrecen a unas personas que viven también en ese reino. Con esto cambia su visión desolada de la vida, porque se inmergen en una historia de creatividad: salvan una vida, la introducen en un hogar en el cual unos padres adoptivos crearán con ella una "trama afectiva", que la va a insertar en un ordo amoris adorable, abierto a los horizontes más prometedores de la vida social.
Frente a la vía amarga de la destrucción, se alumbran aquí dos vías positivas, por ser creativas.