Estamos desconcertados, con el mal en los talones y el miedo en el tuétano de nuestros frágiles huesos, que creíamos tan poderosos como nuestra alma desafiante y prepotente. Estamos afligidos y angustiados, ante un desolado paisaje humano que ya no nos parece estimulador de nuestras creatividades que creíamos supremas. Estamos -diríase- medio muertos, entre la parva y el desencanto. ¿Qué nos ha pasado? Dios nos está advirtiendo de un mal mayor.
No es que Dios haya enviado el virus, sino que ha dejado que la naturaleza siguiera su curso de modo que “sirviera a su plan, no al de los hombres. (...) Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad para salvarnos del abismo que no vemos”. Son palabras del padre Raniero Cantalamessa, el sacerdote franciscano predicador de la casa pontificia. Tenemos el abismo delante, ¡y no lo vemos!
De hecho, si nuestro Padre amoroso, por medio de su Palabra, Jesucristo, nuestro Dios Redentor, nos hubiera dejado seguir altivos nuestro camino, hubiera sido peor. Pero su plan hubiera continuado su curso, imperturbable. La corrección que ahora nos está aplicando es, sin duda, para que Él pueda sacar un bien mayor de la madeja en que nos hemos arremolinado. Está trillando la mies, nos está purificando. ¿Qué será de nosotros? De nuestra reacción depende. Si insistimos en el mal, el mal será mayor. Si aprendemos la lección y rectificamos, será nuestra salvación. Dios no se equivoca. Es todopoderoso. Nos equivocamos nosotros.
Un solo ejemplo nos bastará, como una de las múltiples caras del poliedro con que a menudo compara la realidad el Papa Francisco. En la diócesis de Getafe, donde se encuentra uno de los municipios (Valdemoro) más azotados por el contagio del coronavirus, desentrañaba su obispo auxiliar, monseñor José Rico Pavés una aparente contradicción. Era en una carta pastoral este marzo pasado. “Los sacerdotes que están hospitalizados nos están regalando el testimonio admirable de vivir la postración de la enfermedad como ofrenda por el bien espiritual de sus fieles. ¡Están haciendo de sus camas hospitalarias verdaderos hospitales donde se unen a Cristo, Sacerdote y Víctima!”. ¿No parece un antagonismo? ¡Pues es nuestra salvación! Así es Jesús, Sacerdote y Rey, y así es su acción salvífica en toda su vida, desde la Encarnación hasta su muerte en Cruz, para nuestra justificación. Del mal saca el bien. Es la Cruz Redentora.
“¿Cruz? ¿¡Qué me cuentas!? ¡Yo quiero vivir, y santas pascuas!”, siguen rebelándose algunos... Y siguen por el camino de la perdición. Pues son libres de hacerlo, sí, y Dios respeta su libertad. Pero, si no rectifican, si no cambian su manera de vivir ante el Creador y nuestras hermanas creaturas, su mal personal, o nuestro mal comunitario, con todo nuestro sufrimiento acumulado, nos pasará factura. Una factura que quizás ya no podamos pagar a fin de mes... eso es, de nuestra vida. El arrepentimiento y la reparación deben llegar antes de la muerte.
En efecto, en nuestro trastornado mundo, estamos en el cruce de caminos. Podemos elegir. Ante la pandemia podemos retomar el camino del bien o proseguir por el del mal. Pero indefectiblemente ganará el bien, ganará Dios. Y los que consigamos ser consistentes, nos habremos ganado el Cielo. ¡Ojalá elijamos el sendero del bien! Entonces, nos será necesario nuestro alimento cotidiano: debemos rezar e intensificar nuestra oración para no desfallecer. La caminata -como vemos- es y será dura. Pero con la oración lo podemos todo, nada nos es imposible (Cfr. Mt 17,20). “Dios es fiel y no nos deja solos”, afirmó el Papa en su homilía de la Vigilia Pascual de este año.
Es lo que sintetizó en imágenes el Abad General de la Orden Cisterciense, Mauro-Giuseppe Lepori, en la carta a todos los miembros de su orden, con ocasión de la crisis del coronavirus. Con nuestra oración “nuestra riqueza es entonces la pobreza de no tener otro poder que el de mendigar con fe [a Dios] (...) con una mendicidad más humilde, más pobre, más efectiva ante el buen Padre de todos (...), que tiende a abrazar a toda la Humanidad”. Lo dijo el citado abad. Nos lo repite Dios, el dueño de la mies: “Los obreros son pocos: Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc 10,2). ¡Y somos todos! –si queremos.