Muchísimas personas, creo yo, que todavía vamos a misa, nos hicimos los estrechos dándonos el gustazo de sacudirle en todo el morro a Rajoy y a sus adláteres en las pasadas elecciones municipales y autonómicas. Nos quedamos tranquilamente en casa, o votamos a formaciones semi clandestinas que no consiguen levantar el vuelo, u optamos por ese partido incierto llamado Ciudadanos, que le da igual Juana que su hermana, como diría Federico. En Madrid extrema el rigor para entenderse con la Cifuentes, y en Andalucía se alía con la banda de Alía Baba. En todo caso, al PP, ni agua.
Con la abstinencia quisimos, así lo entendí yo, devolverle al gallego el agravio que nos infirió dejando tal cual la inicua y cruel ley Zapatero-Aído sobre el aborto, seguramente la más agresiva a escala mundial de cuantas atentan directamente contra el derecho a la vida y, por ello, la más inhumana.
Rajoy nos engañó en las elecciones generales de finales del 2011 prometiendo que modificaría esta ley. También hizo otras promesas que tampoco ha cumplido, como que rebajaría los impuestos, y en lugar de aminorarlos ha hecho exactamente lo contrario, subirlos hasta dejarnos tiesos. Esta última estafa, sin embargo, pertenece al terreno de lo material, aunque nos duela en el bolsillo, muy macerado por la voracidad fiscal, y no tenga mucho que ver con principios morales, humanitarios y científicos, como el aborto.
Pero haciendo lo que hicimos, que parecía lo más decente y ajustado a conciencia, ¿qué ha sucedido? Pues que rechazando a los peperos hemos favorecido la invasión de los bárbaros colorados, suevos, vándalos y alanos, todos a la vez, apacentados en Venezuela por pastores castristas para reventar la recuperación de España. Ahora que estamos saliendo del desastre zapateril...
Con la fervorosa adhesión de los socialistas, estos y otros bárbaros, como los comunistas catalanizados de Compromís en Valencia, han reinventado el Frente Popular, el espíritu guerracivilista y, si les es permitido, el cainismo de las dos Españas. Yo viví aquello, y me pongo enfermo sólo de pensar en que pueda volver un choque tan salvaje como aquél, iniciado por las izquierdas en octubre del 34. Acabo de leer otra vez los Diarios de Azaña (1300 páginas) y me reafirmo en esta tesis, sostenida por Pío Moa.
Lo del mal menor no es cosa de hoy ni de ayer. Ya lo defendieron los dirigentes de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), abanderados en un principio por don Ángel Herrera Oria y seguidamente por José María Gil Robles, su hijo adoptivo. Querían justificar con esta teoría su apoyo a los gobiernos del Partido Radical de Lerroux, el antiguo energúmeno “Emperador del Paralelo” de Barcelona, para evitar la alianza de los republicanos de izquierda con los socialistas que era de temer que llevaran a España a donde la llevaron tras el pucherazo de las elecciones de febrero del 36.
Este apoyo a un partido genuinamente republicano y trufado de masones hasta la médula, pero ya de vuelta de muchas demasías laicistas, desató la inquina de los grupos monárquicos tanto alfonsinos como carlistas que, como poco, se consideraban tan católicos o más que los propios “propagandistas” que crearon la CEDA. Las dos ramas monárquicas seguían creyendo que la Iglesia se debía a la Corona (Trono y Altar de toda la vida). Los cedistas en cambio, más pragmáticos, se declararon “accidentalistas” (las formas no importan, sino los objetivos finales). O sea, que se adaptaban a la República, porque era lo que había, pero su corazón seguía siendo totalmente monárquico. Quedaban a la espera de saltar a la yugular al régimen tricolor para restablecer la monarquía alfonsina.
¿Tendremos que hacer ahora algo parecido? A la vuelta de la esquina nos esperan elecciones generales. El PSOE perderá hasta la camisa por juntarse con malas compañías, de modo que el PP será el único valladar firme para que los bárbaros no se alcen con el santo y la limosna.
Me temo que al final vamos a tener que hacer lo que aconsejaba el gran periodista italiano Indro Montanelli 1909-2001), fundador y director del periódico milanés Il Giornale, que había que votar a la Democracia Cristiana Italiana aunque fuese tapándose las narices. Él y su periódico no eran en absoluto meapilas, sino más bien lo contrario, pero ante el enorme auge que estaba tomando el PCI, la única formación que podía impedir su acceso al poder era la DCI, de ahí que aconsejara vivamente su apoyo electoral. ¿Estaremos ahora en España viviendo una situación más o menos similar, aunque sea también tapándonos las narices?