Señalábamos en un artículo anterior que el pecado más característico de nuestro tiempo es el idealismo, la convicción de que las cosas no existen en sí mismas, sino tan sólo como proyección de nuestra subjetividad. Sobre este postulado demente, que afirma que el mundo se forma mediante ‘ideas’, se fundaron las ideologías, concebidas como estructuras de pensamiento que niegan la realidad, para refundarla a su antojo. Pero hay todavía algo peor que el idealismo.
Ese algo peor es la colusión de idealismo y voluntarismo. Cuando Nietzsche proclamó que la voluntad humana debía romper sus cadenas y rebelarse contra la coacción de los principios fue como si se abriera la esclusa que contiene una riada. El agua, cuando se canaliza y contiene, es benéfica; cuando se deja correr suelta no tarda en causar estropicios. Y algo parecido ocurrió con esa voluntad desembridada. Pero, mientras esa Voluntad sin cortapisas no encontró ninguna Idea a la que aferrarse, sus estragos fueron llevaderos. La Voluntad desembridada, sin colusión con la Idea, sólo produce tipos humanos inanes (aunque, desde luego, muy pelmazos) y energúmenos: el activista despepitado, el deportista furioso, el casanova insomne… Misteriosamente, el voluntarista puro acaba dándose la mano –los extremos se tocan– con el racionalista puro, el vitalista desenfrenado acaba haciendo pandilla con el decadente cínico, pues nada se parece tanto a la acción por la acción como el arte por el arte. Así se explica que muchos estetas terminaran, hartos de refinamientos, entregándose al ‘hombre de acción’ que llevaban dentro, anestesiado por los efluvios de la molicie y el esteticismo.
Pero el peligro auténtico sobreviene cuando esa Voluntad liberada de las cadenas y las coacciones de los principios se tropieza en su atropellada carrera con una Idea. En el orden natural, la voluntad se halla embridada por la inteligencia, que la controla y encauza suavemente; pero toda la historia de la modernidad podría resumirse en un progresivo divorcio entre el pensamiento y la acción, entre la inteligencia y la voluntad. Así que, en esta época terminal que nos ha tocado en desgracia vivir, cuando la Voluntad en estampida se tropieza en su camino ciego con una Idea demente siente nostalgia de aquel suave control de la inteligencia que la modernidad abolió y se entrega a ella como esclava, con fanático servilismo. Así surge el tipo humano más peligroso de nuestra época, que posee una voluntad desmesurada y una sola idea fija, a la que entrega todo su fervor desnortado. Y, como esa idea es quimérica (pues ya sabemos que el idealismo niega la realidad de las cosas), su voluntad se entrega a ella con el ímpetu de un ingeniero social, sin modestia alguna, delirantemente confiado en su capacidad para quebrar el curso de la naturaleza. Este tipo humano ni siquiera es de ‘ideas fijas’, sino únicamente de una sola ‘idea fija’, que antepone a todo: el transgenerismo, el activismo climático, cualquier idea negadora de la realidad que se cruce en su camino se convertirá en su único y más denodado afán. Es el grito (la berrea más bien, pues esta colusión de Voluntad desembridada e Idea fija recluta sus huestes entre la gente más gregaria y sugestionable, más lacayuna y esclavizada por las modas) de una humanidad desnortada, animalizada, que ha perdido la noción de la realidad, que se rebela contra su propia naturaleza, que se cree capacitada para gobernar el universo. Que se cree tan dueña absoluta de sus glándulas como de la mecánica celeste.
Esta colusión de voluntarismo e idealismo es la expresión terminal y más venenosa del fanatismo, propia de este ocaso de la Historia que nos ha tocado en desgracia vivir. Estos nuevos fanáticos de una Idea fija a la que entregan su Voluntad hipertrófica son, en realidad, hijos (si bien hijos tontos, como nacidos de las últimas escurrajas de su semilla) de aquellos hombres carismáticos que se entregaron a una idea que sirvió para dar forma a la fuerza ciega que anidaba dentro de ellos, como la turbina da forma a la fuerza ciega del salto de agua. Así le ocurrió a Lenin, en su purulento destierro suizo, cuando dio con la idea de la lucha de clases; así le ocurrió a Hitler cuando dio, fracasado como pintor y como soldado, con la idea de la raza. Ambos eran hombres ya talluditos; pero los amores otoñales suelen ser los más arrebatados y presuntuosos. En nuestra época, esta colusión de la Voluntad y la Idea se da sin embargo también entre personas jóvenes, que no saben que han sucumbido a la peor forma de decrepitud: la de quienes no saben gobernar su voluntad ni aplicar su inteligencia a mejorar la realidad; la de quienes se han convertido en pura voluntad ciega al servicio de monomanías quiméricas y desquiciadas.
Publicado en XL Semanal.