Nunca se comenta que actos sexuales como el que protagonizaron los bicharracos de La Manada son por completo extraños a una sexualidad viril. El hombre viril, cuando es rijosillo y concibe fantasías delirantes, tiende a imaginarse capaz de satisfacer él solito a todo un harén. La fantasía contraria (que sean muchos hombres los que yazgan con una sola mujer), además de apuntar tendencias homosexuales latentes, revela contaminaciones que sólo puede inspirar el consumo de pornografía. Sorprende que nadie se atreva a hacer una reflexión a partir de esta evidencia. Tal vez porque convenga a alguna ideología en boga demonizar a todos los hombres, para lo que necesita propalar que fantasías tan sórdidas son habituales en todos ellos. Tal vez porque expresar las consecuencias destructivas del consumo de pornografía se ha convertido en un tabú; pues, como a nadie se le escapa, tal consumo constituye un eficacísimo método de control y sometimiento social.
La pornografía es hogaño el «soma» que alivia la vida mostrenca y bajuna de la chusma; y quienes apacientan a la chusma saben cuán importante es el acceso libre a la pornografía para garantizar su alienación. Saben que el instinto sexual, sometido a constantes estímulos, se adueña de la voluntad del hombre y lo induce a comportamientos que destruyen su vida y la de quienes le rodean. Porque el consumo de pornografía provoca, aunque no se quiera reconocer, adicción. Y la adicción acaba traduciéndose en graves problemas de conducta que devastan la vida afectiva y familiar. E, inevitablemente, el adicto a la pornografía necesita ir intensificando sus estímulos, necesita recurrir a materiales pornográficos cada vez más explícitos y perversos, para obtener la misma excitación sexual del principio. A medida que se produce esta escalada, sobreviene su insensibilización: las fantasías sexuales que antes percibía como repulsivas o monstruosas poco a poco se van convirtiendo en algo aceptable, cotidiano, gustoso. Las aberraciones que antes le producían un repeluzno excitan cada vez más su curiosidad, van siendo asimiladas, legitimadas por la conciencia, que para entonces es ya incapaz de guiarse por otro criterio que no sea la satisfacción de los apetitos (conciencia roussoniana, convertida en un puro «instinto del alma»). El adicto a la pornografía siente la creciente necesidad de poner en práctica las aberraciones que ha conocido a través de la pornografía; y así termina en las garras de la promiscuidad más compulsiva, del intercambio de parejas o el sexo en grupo; también, por cierto, en garras de la pedofilia. Casi todos los pedófilos tienen a sus espaldas un largo historial de adicción a la pornografía, primero en formas convencionales, poco a poco en formas cada vez más extremas y abyectas.
Sorprende que los gobiernos usen todo tipo de instrumentos coercitivos para luchar contra hábitos supuestamente perniciosos como, por ejemplo, el consumo de tabaco, y en cambio no actúen contra la adicción a la pornografía, que destruye a tantas personas e inspira tantas atrocidades. Sorprende también sobremanera que el feminismo no batalle contra la actual infestación pornográfica, que tanto ha contribuido a degradar a la mujer en el imaginario de los hombres que la consumen y tanto azuza conductas sexuales patológicas y violentas. Y es que a tales instancias de poder las calamidades que la pornografía provoca les parecen males menores... que garantizan el fin último que persiguen, que no es otro sino la disolución de la moralidad y afectividad y la destrucción de toda forma de vida familiar estable y fecunda.
Publicado en ABC.