El domingo 24 de mayo llegué a la mesa electoral sin saber a quién votar. A la alcaldía del pequeño pueblo serrano de Madrid (6.500 habitantes) en el que moro, vivo o habito, sí tenía muy claro a quién tenía que dar mi voto. La alcaldesa, que ha sido reelegida, se presentaba por el PP. Aunque ha revalidado su mayoría absoluta, se ha dejado unos cuantos pelos en la gatera, como en todas partes esta formación. La alcaldesa no sólo es entrañable amiga mía, sino que coincido con ella muchos días en misa. Pertenece a la escuela de Jaime Mayor Oreja y Álvarez del Manzano, que cerró el mitin de final de campaña. Tras el acto charlamos un poco recordando nuestra común “militancia” en el PDP de Oscar Alzaga y Javier Rupérez, un sector a extinguir en el PP rajoyista.
Después de repasar la oferta de todos los partidos y siglas que optaban a la mano de doña Leonor de la Comunidad de Madrid, me decidí por Vox con la extraña sensación de que malgastaba el voto. Así ha sido. Me parecía, no obstante, que era el partido menos laicista de todos los presentes. Malo es tener que optar por algún mal menor, pero aún es peor desperdiciar el voto o quedarse en casa y facilitar la llegada de males mayores, como al final ha sucedido en las grandes capitales españolas. Un gran tema de reflexión.
Hoy, en España, no hay ningún partido de mediano a grande al que los “nuestros” puedan votar sin taparse la nariz. Todos son iguales o peores: laicistas, abortistas y socialdemócratas, o sea, estatalistas. Todos con más o menos énfasis son defensores de lo público, lo social, de mantener y ampliar los servicios sociales, el gran negocio de los sindicaleros, donde medran, vivaquean y se reproducen sin dar un palo al agua. Hasta los obispos son estatalistas, inclinados a que el Estado resuelva los problemas de la gente, en lugar de apostar por una economía libre de mercado libre, que es la que de verdad genera riqueza y ayuda a los pobres, creando empleo y superando la beneficencia.
Los obispos, de vez en cuando, urgen a los seglares a que den un paso al frente, a que intervengan en las actividades políticas para infundirles un matiz cristiano. Pero, pregunto, ¿de dónde van a salir tales bizarros si el asociacionismo católico es un erial, un desierto? Liquidada la Acción Católica por motivos meramente políticos en las postrimerías del régimen anterior, no se auspició ningún otro movimiento que encauzara las inquietudes cívicas de los laicos afectos a la Iglesia.
No pocos dirigentes políticos de la Transición –y aun mucho antes en las catacumbas antifranquistas- salieron de la Acción Católica y otros sectores de apostolado seglar. Adolfo Suárez fue presidente diocesano de la Juventud de A.C. de Ávila. Luego se vistió de azul, porque era la manera de medrar en el escalafón de aquel tiempo. De azul y del Opus, como hizo su mentor, Fernando Herrero Tejedor.
Y ahora, ¿qué tenemos? La “nuevas realidades”, los “nuevos movimientos”, cuyo trabajo apostólico no discuto en absoluto. Pero, ¿qué son o representan? En Europa, parches de sor Virginia, islotes en un inmenso océano laicista que arrincona cada vez más a los reductos parroquiales de mera subsistencia, hasta que vayamos desapareciendo, poco a poco, los que todavía resistimos. Tristísimo panorama.
Lo sorprendente de la situación es que nunca como ahora hubo, en España, tanto y tan espléndidos colegios de titularidad religiosa. Ni tantas universidades católicas, en general acreditadas y solicitadas. Pero, ¿qué clase de personas generan que no se les ve en ningún frente político o cultural?
Ítem más, ¿dónde están aquellos propagandistas combativos al modo de Ángel Herrera y José María Gil Robles? ¿De qué sirven, si es que sirven de algo, los aireados congresos de “católicos y vida pública”? Fuegos de artificio, brillantes y luminosos durante unos segundos, pero después ¿qué queda? La ACdeP se ha hecho rica, y, naturalmente, no es cosa de estropear el negocio con aventuras inciertas, por muy necesarias que sean para la presencia de la fe en la calle y el futuro de España.