La pregunta de si el propio matrimonio fue celebrado válidamente o no salta fuera, casi siempre, a la hora de querer los esposos separarse o divorciarse. Pedir que se reconozca la nulidad de un matrimonio significa pedir que se declare que esa unión, a pesar de las apariencias (convivencia, hijos, otras) no reunía los requisitos indispensables para que el contrato matrimonial fuera válido y surtiera el efecto legal pretendido: constituir un matrimonio.
Cuando se plantea una demanda de estas características, con frecuencia, se trata de averiguar si la conducta de uno o los dos cónyuges demuestra o no la existencia de graves defectos psicológicos antenupciales que impidieron asumir y cumplir las obligaciones matrimoniales. Sin embargo, el Derecho canónico tipifica doce impedimentos, once causas de nulidad por vicio de consentimiento y dos por defecto de forma.
La nulidad del matrimonio canónico es un fenómeno jurídico cuya determinación corresponde exclusivamente a los tribunales eclesiásticos. Su tarea es encontrar la verdad y hacer justicia. Viendo las posibles causas de nulidad, está claro que los jueces necesitan, a menudo, la ayuda de peritos expertos en cuestiones psiquiátricas o psicológicas, pues no es fácil precisar las fronteras entre normalidad y anormalidad, entre salud y enfermedad.
Sin los procesos y sentencias de los tribunales eclesiásticos, la cuestión de la existencia o no de un matrimonio indisoluble quedaría relegada a la sola conciencia de los fieles, con el peligro evidente del subjetivismo. Conviene en este punto terminar con la falsa opinión de que la Rota o los Tribunales eclesiásticos deshacen matrimonios. La nulidad no se concede, sino que se demuestra y declara. Una declaración de nulidad no es, ni mucho menos, un divorcio. Tampoco es una puerta trasera para concederlo. Se trata de la constatación, tras la instrucción de un proceso judicial en toda regla, concluido con sentencia firme y ejecutiva, de que nunca se dio un verdadero matrimonio y, por tanto, que desde su inicio no lo hubo.
En consecuencia, no se puede declarar nulo un matrimonio cuando existe una duda razonable sobre la validez del mismo (cf. CIC c. 1060), y lo que lo que hacen los Tribunales eclesiásticos es declarar simplemente nulidades ya existentes, es decir que lo que aparentemente era un matrimonio, no lo ha sido en realidad ya desde el primer momento. Se trata de sentencias declarativas, no disolutivas. En cambio, el recurso al divorcio significa todo lo contrario, la pretensión de disolver un matrimonio que sí existe.
Generalmente, antes de plantear un problema de nulidad, los afectados suelen recurrir a los servicios gratuitos de un consultor familiar, experto, o juez del Tribunal, a fin de ver si la petición de nulidad tiene alguna probabilidad de éxito, con lo que los Tribunales se ven libres de causas sin posibilidades y los interesados del desgaste psicológico que suponen unas declaraciones, en las que, como se tiene que probar la nulidad del matrimonio, a menudo hay que profundizar en detalles íntimos y penosos.
Para conseguir la nulidad se suele tener muy en cuenta las declaraciones de las partes, aunque sin olvidar ni el sentido crítico ni los demás medios de prueba que contribuyen al esclarecimiento de la verdad y que sirven a la justicia. De esto se trata. Está claro que el juez eclesiástico, para dictar sentencia, debe alcanzar certeza moral suficiente sobre el asunto que debe dirimir. Para ello, debe valorar las pruebas según su ciencia, experiencia profesional y conciencia, pero lo alegado y probado es la fuente de donde el juez debe extraer su convicción acerca de los hechos (cf. CIC c. 1608). Es decir, tiene la obligación de huir en lo más posible del subjetivismo y buscar asideros de objetividad.
Por otro lado, es indudable (aunque nada fácil) que se puede engañar a un tribunal, pero sus sentencias no pueden disolver matrimonios ratos y consumados verdaderamente válidos. Por tanto, quien ha obtenido con razones falsas la declaración de nulidad, no puede en conciencia hacer uso de ella.
Si se declara la nulidad, la pareja en sí quedaría libre para que cada uno pueda volver a contraer matrimonio, pero se les prohíbe hacerlo mientras no se supere aquello que hizo que el matrimonio fuese nulo y que el Tribunal juzgador explicita en la sentencia, estableciendo un veto a contraer nuevas nupcias cuando el caso lo requiera. Existen también muchos casos de gente que en realidad no se casó, sino que simuló hacerlo, o que su consentimiento iba ligado a una condición, por ejemplo, que le fuera bien, excluyendo de facto una condición esencial del matrimonio católico: la fidelidad. En los casos en los que la sentencia impone un veto a alguno de los esposos, el obispo diocesano (o el vicario judicial por delegación suya) debe dar el permiso para volver a contraer matrimonio, que se concede solo si se supera un nuevo examen de un psiquiatra o psicólogo.
En cuanto a los hijos, aunque el matrimonio se declare nulo, siguen siendo legítimos, tanto para la legislación canónica como la civil. En bastantes diócesis existen centros de orientación familiar compuestos por psicólogos, abogados, médicos, psicoterapeutas familiares, especialistas en cuestiones matrimoniales y familiares que prestan ayuda, tanto a padres como a hijos, durante el tiempo del proceso e incluso después si lo siguen necesitando.
Por el contrario, si los dos esposos están de buena fe en su matrimonio nulo, lo mejor es, si es posible, convalidar el matrimonio, y si no dejarles en esa buena fe.
Se suele criticar a la Iglesia porque las nulidades eclesiásticas, se dice, cuestan muy caras. Aparte de que no es difícil obtener que los tribunales eclesiásticos concedan la gratuidad de la causa, y del hecho cierto de que cualquier cristiano, no sólo algunos famosos, consigue la declaración de nulidad si queda probada, en todas las diócesis se están reconociendo nulidades cuando se llega a la certeza moral de que hay razones objetivas para ello, independientemente del rango o de la posición económica de los interesados.
Las sumas que se cobran como gastos de juicio por los Tribunales eclesiásticos no son, ni mucho menos, excesivas. Otra cosa pueden ser las minutas de los abogados, pero en eso la Iglesia no suele intervenir, salvo que se perciba un abuso grande, en cuyo caso, habitualmente, sale al paso ofreciendo su propio elenco estable de abogados. Los abogados, por supuesto (y en general los tribunales), deben buscar con honradez el bien de los clientes realizando en lo posible una obra de conciliación, y recordando que están al servicio de la justicia y no de cualquier interés.
En cambio, es cierto que algunos tribunales funcionan con una lentitud desesperante, siendo esto, cuando sucede, un antitestimonio especialmente sensible, lo que nos indica su importancia pastoral. No hay que olvidar además que la justicia tardía deja de ser justicia. Pero sería injusto igualmente no reconocer los esfuerzos y el trabajo admirables de muchos jueces y tribunales.
Quizás convenga terminar esta exposición recordando que los fieles cristianos tienen el derecho/obligación de vivir su fe con coherencia, y que esto, en el caso de estar separados, divorciados e incluso vueltos a casar por lo civil, pasa por pedir a la Justicia de la Iglesia que se pronuncie sobre su situación. Quedarse con la duda intencionadamente no exime de responsabilidad moral.