El diario argentino La Nación publicó el 2 y el 3 enero un editorial en dos partes (primera y segunda) titulado Abusos eclesiales: un punto de inflexión. En el párrafo final de la segunda parte se afirma lo siguiente: “Resulta evidente que la selección de aspirantes al sacerdocio o a la vida religiosa debe ser mucho más exigente y estar en manos de ministros y de profesionales acreditados. Son quienes incurren en estos abominables delitos quizá la punta del iceberg de una gran cuestión pendiente en la reflexión y el análisis de la Iglesia sobre la que afortunadamente se comienza a trabajar: la sexualidad humana. Se trata de un tema tan arduo como delicado, en tanto en él conviven ciertos oscuros abismos personales, con las exigencias y obligaciones de Estado que imponen una necesaria e innegable responsabilidad frente a los propios actos”.
En primer lugar, conviene hacer una observación respecto de la expresión “abusos eclesiales” que figura en el título. Seguramente, el autor del editorial quiso decir “abusos de los clérigos” porque “eclesial” se refiere a la misma Iglesia (Ecclesia) católica.
En segundo lugar, y sin resultar exhaustivos en comentarios sobre el párrafo citado, respecto de “la selección de aspirantes al sacerdocio o la vida religiosa”, conviene ampliar con algunas observaciones para comprender mejor la enseñanza y la disciplina de la Iglesia. Por remitirnos solamente a los últimos pontificados, debe recordarse que el Papa Benedicto XVI aprobó la instrucción de la Congregación para la Educación Católica Sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al Seminario y a las Órdenes Sagradas (31 de agosto de 2005) en la que se afirma, entre otras consideraciones, que, teniendo presente la “configuración con Cristo, la vida toda del ministro sagrado debe estar animada por la entrega de su persona a la Iglesia y por una auténtica caridad pastoral”. El candidato al ministerio ordenado “debe, por tanto, alcanzar la madurez afectiva. Tal madurez lo capacitará para situarse en una relación correcta con hombres y mujeres, desarrollando en él un verdadero sentido de la paternidad espiritual en relación con la comunidad eclesial que le será confiada”. Teniendo presente que “dos son los aspectos inseparables en toda vocación sacerdotal: el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre”, compete a la Iglesia, “responsable de establecer los requisitos necesarios para la recepción de los Sacramentos instituidos por Cristo, discernir la idoneidad de quien desea entrar en el Seminario, acompañarlo durante los años de la formación y llamarlo a las Órdenes Sagradas, si lo juzga dotado de las cualidades requeridas”. “La formación del futuro sacerdote debe integrar, en una complementariedad esencial, las cuatro dimensiones de la formación: humana, espiritual, intelectual y pastoral. En ese contexto, se debe anotar la particular importancia de la formación humana, base necesaria de toda la formación. Para admitir a un candidato a la Ordenación diaconal, la Iglesia debe verificar, entre otras cosas, que haya sido alcanzada la madurez afectiva del candidato al sacerdocio”.
Además, Benedicto XVI, con fecha del el 13 de junio de 2008, aprobó la instrucción Orientaciones para el uso de las competencias de la psicología en la admisión y en la formación de los candidatos al sacerdocio de la misma Congregación para la Educación Católica y mandó su respectiva publicación. Entre otras consideraciones, la instrucción afirma que “el ministerio sacerdotal, entendido y vivido como conformación a Cristo Esposo, Buen Pastor, reclama unas cualidades, además de virtudes morales y teologales, que deben estar sostenidas por el equilibrio humano y psíquico, particularmente afectivo, de forma que permitan al sujeto estar predispuesto de manera adecuada a una donación de sí verdaderamente libre en la relación con los fieles, según una vida celibataria”. Respecto de una descripción muy amplia sobre tales condiciones, la instrucción remite a la exhortación apostólica Pastores dabo vobis de San Juan Pablo II (25 de marzo de 1992) y a los cánones 1029 (“Sólo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del Superior mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen una fe íntegra, están movidos por recta intención, poseen la ciencia debida, gozan de buena fama y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir”) y 1041 (“Son irregulares para recibir órdenes: 1. quien padece alguna forma de amencia u otra enfermedad psíquica por la cual, según el parecer de los peritos, queda incapacitado para desempeñar rectamente el ministerio”).
Siguiendo a San Juan Pablo II en Pastores dabo vobis, la instrucción señala que “algunas de estas cualidades merecen una particular atención: el sentido positivo y estable de la propia identidad viril y la capacidad de relacionarse de forma madura con otras personas o grupos de personas; un sólido sentido de pertenencia, fundamento de la futura comunión con el presbiterio y de una responsable colaboración con el ministerio del Obispo [PDV, 17]; la libertad de entusiasmarse por grandes ideales y la coherencia para realizarlos en la acción diaria; el valor de tomar decisiones y de permanecer fieles; el conocimiento de sí mismo, de las propias capacidades y límites, integrándolos en una buena estima de sí mismo ante Dios; la capacidad de corregirse; el gusto por la belleza, entendida como “esplendor de la verdad”, y el arte de reconocerla; la confianza que nace de la estima por el otro y que lleva a la acogida; la capacidad del candidato de integrar, según la visión cristiana, la propia sexualidad, también en consideración de la obligación del celibato [San Pablo VI, encíclica Sacerdotalis caelibatus, 24 de junio de 1967]”.
En el mismo sentido “para una valoración más segura de la situación psíquica del candidato, de sus aptitudes humanas para responder a la llamada divina, y para una ulterior ayuda en su crecimiento humano, en algunos casos puede ser útil el recurso al psicólogo. Estos pueden proporcionar a los formadores no sólo un parecer sobre el diagnóstico y la eventual terapia de los disturbios psicológicos, sino también una aportación a favor del apoyo en el desarrollo de las cualidades humanas y, sobre todo, relacionales necesarias para el ejercicio del ministerio, sugiriendo itinerarios útiles a seguir para favorecer una respuesta vocacional más libre”.
En este contexto, no debe perderse de vista, además, un fragmento de la Carta Circular sobre algunos aspectos más urgentes de la formación espiritual en los seminarios de la misma Congregación para la Educación Católica (6 de enero de 1980): “Raramente se pronuncia hoy la palabra ascesis, se la acepta mal. Y sin embargo es indispensable a todos, ciertamente teniendo en cuenta la propia naturaleza y misión. El sacerdote no puede ser fiel a su carga y a sus compromisos, sobre todo al del celibato, si no se ha preparado para aceptar, y para imponerse a sí mismo un día, una verdadera disciplina. El seminario no siempre ha tenido la valentía de decirlo, de exigirlo, pero la mencionada disciplina hace particular relación a un «Reglamento» prudente y sobrio pero firme, que no excluye una cierta necesaria severidad y que prepara para saber darse a sí mismo, más tarde, una regla de vida adaptada. La ausencia de una regla concreta y cumplida es para el sacerdote fuente de muchísimos males: pérdida de tiempo, pérdida de la conciencia de su propia misión y de las renuncias que ésta le impone, vulnerabilidad progresiva a los ataques del sentimiento... Piénsese en los sacrificios que impone la fidelidad conyugal: ¿no los habría de exigir la fidelidad sacerdotal? Sería una paradoja. Un sacerdote no puede verlo todo, oírlo todo, decirlo todo, gustarlo todo... El seminario debe haberlo hecho capaz, en la libertad interior, de sacrificio y de una disciplina personal inteligente y sincera”.
En tercer lugar, el editorial sostiene que “son quienes incurren en estos abominables delitos quizá la punta del iceberg de una gran cuestión pendiente en la reflexión y el análisis de la Iglesia sobre la que afortunadamente se comienza a trabajar: la sexualidad humana”. No queda de todo claro a qué se refiere el editorial cuando se refiere a la sexualidad humana como “una gran cuestión pendiente en la reflexión y en análisis de la Iglesia sobre la que afortunadamente se comienza a trabajar”. Por lo pronto, esta gran cuestión de la sexualidad humana hace mucho tiempo que es tratada por parte de la Iglesia. Sin remontarnos ad infinitum, podría señalarse el documento Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual de la Sagrada Congregación para la Educación Católica (1 de noviembre de 1983), publicado durante el pontificado de San Juan Pablo II quien, por otra parte, dedicó 129 catequesis sobre el amor, la sexualidad y el matrimonio entre septiembre de 1979 y noviembre de 1984.
Por último, sin resultar exhastivos: el carácter falsamente pendiente de la gran cuestión de la sexualidad humana, ¿incluiría en la mente del editorialista la revisión sobre el celibato sacerdotal? Si así fuera, le recomendamos la lectura de la actualísima encíclica de San Pablo VI Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967). En realidad, el problema de los abusos por parte de los clérigos y religiosos no se explica por el celibato sacerdotal sino, en todo caso, por “la ausencia de Dios” y la falta de fe en la Eucaristía –alma de la vida cristiana en general y de la sacerdotal en particular–, por la enseñanza errónea de la teología moral en los seminarios y casas de formación y la introducción y fomento de prácticas homosexuales en las mismas instituciones, todo esto dicho por Benedicto XVI en abril de 2019 en La Iglesia y los abusos sexuales.