En este año, en que vamos a ser convocados a varios procesos electorales, todos, y en particular los cristianos, hemos de ejercer con responsabilidad nuestro deber de ciudadanos y nuestra obligación conforme a las exigencias del bien común y de la caridad política.

La situación que vivimos es compleja y delicada, a nadie se le oculta; no es este el lugar para hacer un análisis de la compleja situación. Como Pastor y conforme a mi deber en cuanto tal, con toda sencillez y espíritu de colaboración y sin ningún género de intromisión abusiva, ofrezco –particularmente a los fieles católicos de mi diócesis y a quien me quiera escuchar– las siguientes reflexiones.

A todos nos preocupa, con razón, la crisis económica de la que se está hablando constantemente. Los sufrimientos e inquietudes humanos y sociales que acarrea son innegablemente grandes. Lo estamos comprobando diariamente. Es necesario, sin duda alguna, atender a esta situación. Pero también hemos de atender, en nuestra condición de católicos, a otros aspectos básicos de la realidad. Con ser grave la situación económica nos afecta algo peor que la misma crisis económica. Al fin y al cabo esta crisis no es más que un síntoma de un mal mucho más profundo.

La raíz de nuestros males está en el derrumbe moral de nuestra sociedad, en el desconcierto moral que atravesamos. Bueno y malo, honesto y deshonesto no pasan de ser palabras. Moralmente bueno es todo aquello que agrada, interesa, y da dinero y poder al individuo o a los grupos. Se aprecian más, en muchas ocasiones, los bienes materiales que la misma vida humana. Es el valor del hombre, en suma, lo que se pone en juego. Con frecuencia, la vida económica, social y política deja de estar al servicio del bien de la persona; y la persona humana queda supeditada a los mecanismos casi anónimos de la producción y del desarrollo económico, y los intereses del poder.

Con el derrumbe de lo moral, se hunde lo humano del hombre. Uno de los signos más palpables de este deterioro y de lo poco que, con frecuencia, se tiene en cuenta al hombre es la falta de respeto al niño no nacido.

Como se ha dicho, en cada uno de los niños muertos antes de nacer se pone en cuestión el valor de la vida de todos, también de los adultos. Hay una relación honda, más estrecha de lo que parece, entre la permisividad para con el aborto en los países de la opulencia y la gravísima insolidaridad con los países del tercer mundo, o con las bolsas de pobreza y marginación cada vez más numerosas en nuestra mismas sociedades.

La falta de respeto a la vida del ser humano, incluido la del no nacido, mina las bases de un Estado de derecho. La legislación española vigente ha dado en este tema pasos en la dirección opuesta a la defensa del derecho de la vida y, por eso, ha avanzado hacia la desmoralización de nuestro pueblo y en el desprecio del hombre. El asunto de la droga, su ignominioso e incalificable tráfico o su degradante consumo, que tantísimo nos preocupan, tienen que ver con esta desmoralización de nuestro pueblo, con la permisividad estúpida con que se ha actuado, a veces, y con el deterioro de la verdad del hombre. En toda esta situación hay una cosa clara que no se puede olvidar: El precio de la desmoralización o deterioro moral de nuestra sociedad o del relativismo moral al que se nos acostumbra lo paga siempre la persona humana, y, a la larga, la sociedad formada por personas humanas y no sólo por intereses económicos o políticos. No se puede hacer mayor daño a un pueblo que el desarticular su vida moral. Por eso, el voto habría de encaminarse a hacer posible el rearme de la vida moral de nuestro pueblo, a la superación de toda corrupción, a la recuperación y a afirmación defensa y promoción del valor inalienable de la persona humana como base de todo ordenamiento social, político y económico. Con el voto responsable se ha de contribuir a que se haga posible en España una democracia sustentada en la verdad del hombre y en la ética. El voto responsable debería favorecer aquellas formaciones políticas que se comprometan en el trabajo por los valores éticos y la verdad y vida del hombre, por la defensa y tutela de nuestra niñez y de nuestra juventud, con una auténtica educación que vaya a lo profundo del corazón y a la siembra de valores hondamente humanos , y por el reconocimiento efectivo de la dignidad, verdad y
grandeza de la familia y del amor humano. El voto, en suma, ha de contribuir al saneamiento de la sociedad, y al impulso de una cultura de la vida y de la solidaridad
entre nosotros, erradicando o paliando las múltiples y nuevas pobrezas, actuando en la fuente de sus raíces.

Sin olvidar nunca que el voto también ha de buscar favorecer el  desarrollo normal de la apertura del hombre a Dios, fuente suprema de la dignidad y libertad de la persona humana y fundamento de su verdad. No deberíamos dejar de «considerar a qué oscuras perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública, de Dios como último juez de la ética y supremo garante contra los abusos de poder ejercidos por el hombre sobre el hombre» (San Juan Pablo II al Parlamento Europeo).

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