En las últimas semanas se viene haciendo claro que el Gobierno de Sánchez y sus aliados mediáticos tienen especial empeño en arrastrar a la Iglesia a su ceremonia de la confusión, seguramente con el doble interés de obtener un magro rédito político a corto plazo, y de provocar una corriente de antipatía social hacia un interlocutor incómodo frente a futuros proyectos de ingeniería social. El intento de generar pánico social en torno a los abusos sexuales, la intención de enredar a la Iglesia en el laberinto de la exhumación de Franco y la siembra sistemática de sospechas en cuanto al régimen fiscal y las inmatriculaciones se entrelazan para configurar un engrudo de difícil digestión, donde lo de menos es el debate racional.
Resulta paradójico que esta acometida tenga lugar tras un periodo en el que la jerarquía de la Iglesia ha redimensionado y matizado el perfil de su presencia pública, procurando evitar confusiones y protagonismos excesivos en debates que deben liderar los seglares. No hace muchas semanas tenía lugar el congreso La Iglesia en la sociedad democrática, en el que pudimos revivir aquellos encuentros y diálogos entre personalidades de la izquierda y del mundo eclesial que abonaron el éxito de la Transición. Evidentemente, muy poco tienen que ver aquellos socialistas (hoy reducidos a la vitrina de las viejas glorias) y los que hoy lideran un partido más radical que socialdemócrata.
La gran cuestión que se plantea es cómo debe abordar la Iglesia esta circunstancia histórica, y esto no afecta solo a los obispos, sino a las asociaciones laicales, escuelas, intelectuales, y a todos los católicos en tanto que somos protagonistas de la ciudad común. Sería un profundo error levantar una trinchera ideológica y entrar en una dialéctica de toma y daca, pero también lo sería el angelismo de hacer como si nada estuviera pasando. No podemos dejarnos arrastrar a una dinámica meramente autodefensiva, pero tampoco renunciar a nuestra condición de ciudadanos de pleno derecho que tienen una aportación genuina que ofrecer a nuestra sociedad, desde la libertad y el respeto pero sin ningún complejo. La presencia de la Iglesia está siempre trenzada por hechos y palabras que se reclaman mutuamente. Es necesaria la elocuencia de una humanidad libre, alegre y acogedora; y la elocuencia de una palabra que dé razón de su esperanza y esté a la altura de las preguntas de cada generación.
Publicado en Alfa y Omega.