Llegamos a este 14 de abril sin acordarme lo más mínimo, como en otros muchos años anteriores, de que tal día como ese de 1931, se proclamó mediante fraude de ley y un golpe de Estado de pasillo poyado por ruido callejero, la Segunda República Española.
Pero a primera hora de la tarde me llaman por teléfono de la Universidad Francisco de Vitoria como autor del libro “El caos de la II República” (Editorial LibrosLibres, 2006, 231 págs.) al objeto de hacerme unas preguntas sobre tal efemérides en su 84 aniversario, para su programa de radio. Ochenta y cuatro años; dentro de nada, un siglo.
¿Qué podía decir de aquella República? Lo mismo que dijo José María Gil Robles en el epílogo de sus memorias “No fue posible la paz”: Un “fracaso, sin paliativos”. Pero, ¿por qué fracasó la segunda República? Por lo mismo que fracasó rotundamente la primera. Primero, porque tanto en 1873 como en 1936, trajeron el nuevo régimen gentes que habían sido, salvo contadísimas excepciones (Lerroux), monárquicos hasta la víspera. Además, excepto Alcalá-Zamora, subsecretario de Gobernación y ministro de Fomento y de Guerra con la Monarquía, el resto no tenía ninguna experiencia de gobierno.
En segundo lugar por el acusado sectarismo de ambas, impulsado por doctrinarios como Pi y Margall y Azaña, amén de masones sin cuento, socialistas enardecidos y, finalmente, un anarquismo exterminador.
Las elecciones fraudulentas y violentas de febrero del 36, con la “victoria” nunca verificada del Frente Popular, impulsado por los amanuenses españoles de la Unión Soviética, marcan el principio del fin del desastre final, con Manuel Azaña ocupando siempre el eje del mecanismo demoledor.
Estoy leyendo de nuevo ahora los Diarios del alcalaíno. Un tocho de 1.300 páginas, que para hincarle el diente hace falta una cierta dosis de humor o mucho morbo por la historia de este zarandeado país.
Ahí se revela la verdadera personalidad de Azaña con sus filias y sobre todo su fobias. Don Manuel era un hombre resentido, porque sintiéndose el primero de la clase en todo, los españoles no le habían reconocido el enorme talento que poseía y su excelsa calidad literaria, ciertamente de muy buen estilo. Opinaba mal de casi todo el mundo, incluso de la mayoría de los ministros que él mismo elegía.
Pretendía implantar en España una dictadura republicana jacobina bajo su cetro, al modo de la república masónica mejicana. Logró que las Cortes constituyentes aprobaran “su” Constitución de19 de diciembre de 1931, un monumento al sectarismo, que de hecho privaba a la mayoría de los españoles de vivir pacífica y abiertamente según sus convicciones personales.
Declaró ilegal a la Compañía de Jesús, a cuyos miembros expulsó del país y confiscó sus bienes al considerarlos súbditos de un Estado extranjero (el Vaticano), por aquello del cuarto voto o de obediencia al Papa. A las demás órdenes y congregaciones religiosas las sometió a un rígido control, prohibiéndoles el ejercicio de la enseñanza. Expulsó al cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de España.
Como ministro de la Guerra gozaba maltratando y humillando a los militares. Hizo una purga tremenda de generales, suprimió el empleo de teniente general y creó un nuevo escalafón, restando arbitrariamente para el ascenso los méritos de guerra. El clero y los militares eran las bestias negras de Azaña.
Formó junto a Alcalá-Zamora y Prieto –con la prensa adicta de fuerza de choque- el triunvirato que promovió la aniquilación política de Lerroux, el único político entonces de centro capaz de pilotar con el apoyo de Gil Robles, una república aceptable para la gran mayoría de los españoles, católicos incluidos.
Pretexto para liquidar al antiguo demagogo llamado el Emperador del Paralelo, barrio barcelonés de mala nota, fue el uso de una ruleta trucada invento de dos judíos austriacos, Straus y Perle (straperlo). Pero esa ruleta nunca tuvo permiso oficial, aunque se quiso ensayar en el Casino de San Sebastián, ni Lerroux tuvo nada que ver con su azaroso trámite burocrático. En todo caso, tal vez un sobrino suyo. Sin embargo, los enemigos de Lerroux montaron tan escandalera mediática que acabaron con su prestigio.
Me río cuando oigo o leo a “historiadores” actuales con muchos pergaminos académicos decir que los militares se sublevaron contra la legitimidad republicana. ¡Menuda legitimidad! Y no digo nada de la bandera tricolor, que ahora exhiben los “republicanos” de nuestros días, generalmente comunistas y antisistema, más ignorantes que sabedores. Tal vez otro día hable de la tal banderita.