No creo que exista mejor síntesis del derrumbe de una época que la imagen de las hordas de vándalos que arrasaron las calles, tras el ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél, mientras la casta de los tertulianeses e intelectualillos sistémicos balbuceaba paparruchas, reclamando «libertad de expresión» para los «artistas». Como ya hemos señalado en otras ocasiones, para que pueda hablarse de ‘libertad de expresión’ debe haber primero expresión propiamente dicha; y la coprolalia, el vómito del resentimiento, la rumia esquizofrénica no son ‘expresión’ digna de protección jurídica. Además, toda libertad –para ser digna de tal nombre– tiene que orientarse hacia un fin legítimo; y una libertad que tiene como fin desear la muerte al prójimo o aplaudir los crímenes más aberrantes, como propone el rapero de marras –con insistencia en verdad psicopática–, debe ser justamente reprimida.
Pero este episodio terminal de indigencia intelectual es consecuencia inevitable de la subversión de categorías filosóficas en la que chapoteamos. Para todos los pensadores políticos clásicos –con Aristóteles y Platón a la cabeza–, la justicia es el fin y la regla de la política; y la libertad es la capacidad de discernimiento que asiste al hombre para elegir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, en las diferentes circunstancias en que se encuentra. Sólo así, con una libertad orientada hacia la justicia, es posible una auténtica comunidad política. Pero el liberalismo trastornó por completo el concepto de libertad, convirtiéndolo en una ‘fuerza vital’ con ‘derecho’ a remover todos los obstáculos que la coartan, hasta hacer de la espontaneidad la única regla de su conducta. E, inevitablemente, todo intento de orientar esta ‘fuerza vital’ hacia la justicia es percibida como una intromisión inaceptable, por represora de la espontaneidad individual. Que, por supuesto, incluirá el ‘derecho’ a vomitar las vilezas más sórdidas, a exaltar los delitos más bestiales, a ultrajar las creencias religiosas del prójimo, etcétera. A nadie se le escapa que, una vez que se consagra esta libertad demente, la comunidad política es simplemente inviable, porque no puede haber auténtica convivencia allá donde hay libertad para envilecer y envilecerse. Y, en su lugar, se instaura una horrenda disociedad, para devolvernos a la selva.
Esta libertad entendida como ‘flujo vital’ la definió Hegel –su promotor filosófico, acaso inconsciente de sus consecuencias– como «libertad del querer»; libertad «determinada en sí y por sí»; libertad que «sostiene que ella misma es su regla y su fin»; libertad que no admite cortapisas en su expresión, que realiza su propia voluntad, exigiendo al gobernante la supresión de todos aquellos impedimentos que la estorban. Así, los gobernantes dejan de ser garantes de la justicia, para convertirse en una especie de promotores de la ‘libertad del querer’, que deben auspiciar y proteger, poniendo a disposición de sus gobernados los medios para que pueda desarrollarse sin trabas. Inevitablemente, esta libertad tiene efectos devastadores sobre la convivencia, porque crea un clima de agresividad irrespirable, en el que cada quisque se cree ‘libre’ para vomitar su resentimiento, para dirigir su odio contra el prójimo, para exaltar el crimen; y, aunque el gobernante trate de impedir tímidamente la realización de estos anhelos aberrantes, tarde o temprano terminan realizándose. Y, entretanto, antes de provocar la definitiva destrucción de la comunidad política, se va destruyendo la conciencia moral de las personas, que imperceptiblemente se convierten en chacales rezumantes de ensoñaciones psicopáticas. Una libertad que exige realizar su propia voluntad acaba siempre, más tarde o más temprano, anulando la conciencia, pues no acepta la imposición de obligaciones morales.
Cuando la casta de los tertulianeses e intelectualillos sistémicos reclama ‘libertad de expresión’ está, en realidad, reclamando esta ‘libertad del querer’ que hemos descrito; que es la misma, por cierto, que ejercen las hordas de vándalos que destruyen nuestras ciudades. Una libertad sin discernimiento, pura expresión espontánea de ‘flujos vitales’, que afirma su voluntad al margen de la justicia y exige al gobernante que se convierta en su garante. Así, el gobernante dimite de su obligación primera, que es encaminar a sus gobernados hacia el bien común, para convertirse en una especie de dontancredo que, en el mejor de los casos, se interpone para evitar que se destruyan entre sí. Pronto ni siquiera podrá desempeñar esta vil tarea, porque los peores instintos, una vez liberados, acaban expresándose libremente hasta las últimas consecuencias.
Publicado en XLSemanal.