Una noticia un tanto eclipsada por las rimbombantes preocupaciones temporarias de turno ha sido la intervención del Ministerio de Justicia pidiendo informes a la Fiscalía sobre los últimos casos judiciales abiertos, de abusos sexuales, cometidos por clérigos. La ministra de Justicia declaraba que tales acontecimientos llamaban a una intervención inmediata por parte del Gobierno excusándose en la supuesta ocultación por parte de las congregaciones religiosas. Según la ministra, se había generado “una importante alarma social”. Haciendo causa del efecto, como de costumbre en el enfermizo pensamiento moderno.
Anunciaba San Pablo en su carta a los Corintios que Dios hace justos a los hombres por la fe y para la fe.
Cabe inferir que no todos los hombres de buena fe atesoran la fe buena, solo la Verdad la transmite por su Gracia inherente. La justicia necesita no solamente de buena fe sino de la Fe buena, al no haber juicio temporal que no se sustente en una creencia. Las creencias erróneas conducen a deliberaciones impropias y sentencias aviesas; y en el reino de los injustos licenciosos, la institución en posesión de la verdad corre serio peligro.
Se delata la ministra cuando manifiesta que estos delitos “merecen el máximo reproche social y la contundente respuesta penal”. Evocaba así la señora Delgado el moralismo anticlerical de pacotilla exhibido meses antes por el prelado laico Vargas Llosa. Todas las semanas, dentro de la sociedad laica, que tanto gloría la señora Delgado, se conocen casos de abusos sexuales de toda guisa, los hay a miles cada año y curiosamente no suponen un motivo de alarma social. Con sencillez, el cardenal Omella respondía públicamente que el problema afecta a toda la sociedad y no solo a la Iglesia. En la Conferencia Episcopal ya huelen que se baraja la tesis de la criminalización colectiva, tan vigente en nuestra España.
Chesterton, en sus relatos de El Club de los Negocios Raros, atisba el abismo que media entre la justicia del magistrado y la del moralista temeroso de Dios. Con la locuacidad que le caracterizaba, destella que los verdaderos delitos son los vicios capitales que denuncia el Catecismo de la Iglesia Católica, al lado de los cuales los crímenes cotidianos, por muy impactantes que resulten, son menudencias regladas por funcionarios. En el fondo intuía la soberbia y la impiedad del funcionario que, afanado en su fe de juez supremo, convierte los pecados cotidianos en capitales.
Esa justicia lapidaria de marchamo testamentario es la misma que ha condenado a todos los hombres de la especie humana por haber nacido con el pecado original de ser hombres. Ahora al Gobierno le urge convocar un sanedrín que delibere cuál es el pecado original de la Iglesia por haber nacido. A la espera queda la Conferencia Episcopal de saber si el Gobierno aprobará algún texto legislativo para que a los presbíteros y seminaristas se les prescriba bromuro y duerman acompañados por algún funcionario de justicia. De este modo se apagarían las alarmas sociales oportunamente activadas por los medios canallescos cada vez que el presunto abusador es un servidor de Dios.
Chanzas a un lado, la verdadera alarma no deviene de los pecados cometidos por hombres al servicio de la fe: a fin de cuentas, la conciencia se hará cargo de sus miserias y la ley de sus delitos. Deviene de creencias espurias que convierten el efecto en causa, que dan a la miseria poderes plenipotenciarios sobre la conciencia. Solo los justos por la fe pueden salvar al resto de la Humanidad de la fe en el pecado. Solo ellos pueden desenmascarar la falsa fe de los injustos: el amor a la iniquidad.