En el debate sobre la ley de aborto uno de los argumentos que más se ha esgrimido por parte de sus promotores es que la postura contraria ‒es decir, a favor de los no nacidos‒ se basa en argumentos de fe cristiana y los creyentes no tienen derecho a imponer sus creencias. Es un argumento tan falso como viejo, pero conviene salir al paso.
Toda religión, también el cristianismo, tiene tres elementos: (1) Un dogma: conjunto de creencias fundamentales, algo así como “las reglas del club”; (2) Un rito: conjunto de reglas o formas externas para las ceremonias; (3) Una moral: conjunto de prescripciones de conducta. Los dos primeros son particulares a cada religión; por ejemplo, el dogma de la infalibilidad del Papa o el rito católico para la celebración de la misa sólo interesan a los católicos y sería absurdo tratar de imponerlos por ley a toda la sociedad. Pero en el caso de la moral cristiana la cosa es distinta.
En efecto, la novedad del cristianismo es que enseña LA verdad sobre el hombre, una moral que tiene validez para todos sin excepción y que en esencia proclama su dignidad derivada de su carácter de hijo de Dios y de su destino trascendente, con las consecuencias que de esto se derivan: el deber de respetar la vida, la libertad y todo aquello que por naturaleza es extensión de cada persona sin importar su raza, posición social, edad o sexo. Esto fue una novedad cuando Jesús lo predicó y desde entonces sus seguidores entendieron que tenían el deber de dar a conocer esta noticia a todo el mundo.
Pero siempre hubo quienes se opusieron a este mensaje. Ya el Precursor, Juan Bautista, sufrió en carne propia (más bien, en su propio cuello) la consecuencia de reprocharle al rey el mal ejemplo que daba al pueblo por convivir con la mujer de otro. Y Jesús debió enfrentar desde muy temprano el escepticismo primero y el franco rechazo después por parte de quienes detentaban el poder político y religioso (que en esos tiempos eran una sola cosa). Por ejemplo, cuando entró a Jerusalén, al ver cómo lo aclamaba la gente algunos fariseos le pidieron que la hiciera callar; “Yo os digo que si éstos callaran gritarán las piedras”, fue Su respuesta, indicando desde ya cuál debía ser la actitud de los cristianos cuando, en el correr de los siglos, fueran conminados a dejar su fe en la casa.
Años más tarde Pedro y Juan fueron apresados por predicar a su Maestro. “Después de haberlos hecho azotar, les intimaron que no hablasen más en el nombre de Jesús, y los dejaron ir”, pero ellos no se amilanaron y con cicatrices en sus espaldas “no cesaban todos los días en el templo y por las calles de anunciar y predicar”; nótese que no solo hablaban en los templos sino también en las calles, en el espacio público, allí donde hoy a los cristianos se nos dice que nos quedemos callados.
La historia de Pablo ‒apedreado y dado por muerto, azotado varias veces, encarcelado y finalmente crucificado‒ es una continuación de esa tradición que llega a través de los siglos hasta nosotros. Recordemos el ejemplo de Tomás Moro, encarcelado quince meses en la Torre de Londres y en definitiva decapitado sólo por no querer declarar públicamente que aceptaba el divorcio del rey.
Acá en Chile, y en general en los países que son o aspiran a ser “sociedades occidentales democráticas”, el método para acallar la molesta voz de la moral cristiana es más “elaborado” o, si usted quiere, estimado lector, “elegante”. Al mundo no le gusta el cristianismo, pero sería feo usar métodos violentos en países que proclaman los derechos humanos. Es más “coherente” acudir a argumentos como “los cristianos no deben imponer sus creencias mediante las leyes”, aunque quienes lo dicen precisamente están haciendo eso: imponen mediante leyes su creencia de que una madre tiene el derecho a matar al niño que crece en su vientre.
Frente a dicha forma hipócrita de violencia los cristianos hemos de tener claro que el argumento de nuestros adversarios es falso porque al oponernos a una ley que vulnera la dignidad humana no pretendemos imponer nuestros ritos ni dogmas. Y en cuanto a la moral, tenemos el deber y el derecho de llevarla al espacio público porque ella es la verdad sobre el hombre y no hace falta la fe para aceptarla, como lo prueba el hecho de que esta enseñanza recoge aportes no cristianos pero basados en la razón; además no pretendemos que las leyes recojan toda nuestra moral, sino sólo aquellos principios que son fundamentales para la existencia de un orden social que respete la dignidad de todos sus miembros.
Aceptar el argumento de los abortistas equivale a aceptar que debemos evitar proclamar la moral cristiana a la hora de discutir acerca del orden social y, por tanto, que no debemos oponernos, por ejemplo, a leyes que desprotejan la vida de personas adultas o a los más necesitados. Si lo hiciéramos no sólo estaríamos renegando de nuestro cristianismo ‒rechazando de paso la herencia que por dos mil años nos han transmitido mártires, santos y cristianos comunes‒ sino además haciendo algo estúpido, porque la moral cristiana es la enseñanza más razonable e inteligente que pueda existir sobre el hombre.
“¡Quédense callados!” nos dicen los progresistas. “¡No nos callaremos!” respondemos, y “Si estos callaran hablarían las piedras” contesta Él.