En la misa de las 7.30 el sacerdote celebrante, venido hoy de una urgencia en el hospital, donde ha atendido a víctimas de violencia doméstica, nos pide sembrar amor. Lo hace con su habitual salsa, que reviste como cada día a esa hora con un discurso amable y una sonrisa de oreja a oreja, de las que desarman al más arduo contrincante. Me siento animado por sus palabras y su ternura hecha voz. Y salgo a la calle decidido a sonreír.
Voy por la calle y me fijo en las caras de las personas que me cruzo, hombres y mujeres que a esa hora parece que van al matadero, y me llama la atención que transpiran humus como un muro de adoquines amarillentos de moho tras la lluvia. Pero el sol sonríe hoy con su mejor cara. Y sigo adelante. Es una proeza, porque la verdad es que asustan.
Entro en el supermercado a las 8.15, antes del trabajo, y salgo con el desayuno debajo del brazo espiritado: todos los dependientes están de mal humor; ni uno sonreía. Perdón, me he equivocado: a uno de ellos, un joven sobre todo de espíritu de unos cuarenta y dos años que siempre está de buen humor, hoy parecía que le habían florecido todas las rosas del jardín antes de salir de casa para ir a trabajar al súper. Me saluda antes de que tenga yo tiempo de hacerlo. Como siempre, parece que está de fiesta.
De camino al trabajo, no me atrevo a entrar en el autobús, porque al conductor con cara de ogro le ha costado abrirnos la puerta a los que llegábamos corriendo los últimos pasos, porque él acababa de cerrarlas en ese mismo momento. Es de esos revanchistas legalistas que van como una máquina, y no atienden a las ubicuas excepciones que suavizan el trato. “¡La puerta ya está cerrada, señores!”, nos grita con voz de caimán hambriento. Entro. Una viejecita achuchada entre el personal nos da conversación, de aquellas que le fluyen a la mujer feliz en sus achuches octogenarios. Parece que nos premie con su sonrisa permanente trabajada a golpes de cincel de haber conseguido entrar en el carromato a tiempo, y se deshace en explicaciones de cómo era el transporte en su juventud. “Aquello eran carromatos. ¡Y si el burro no tiraba, tú que quedabas tirada...!”, rememora entusiasmada con un brillo de agua fresca en la mirada.
Tras mucho patrip-patrap del autobús, en cada semáforo y en sus maquinales paradas entrando y saliendo habitantes del País de Nunca Se Vio, desembarco de nuevo en la calle y una vez más me siento perdido. No será porque les falta alimento, porque todos van móvil en mano o en la oreja, los iPads en ristre y con sus corbatas y mejores galas. ¿Saben el hambre que dice la mujer octogenaria que pasaban en su época? ¿Se habrá callado esa humilde mujer sus hambres a día de hoy?
Y llego al trabajo. Con cara de bleda nos anuncian que están preparando implantar un Director de Felicidad, y temo que o será un santo o nos hará sonreír a todos lo que ninguno sonríe por las buenas... a golpe de cincel. Después de prodigarme en sonrisas y buenas palabras con los compañeros que se diría que más que al trabajo van a la guerra, tras un día de especial desasosiego y de caras largas, salgo disparado decidido a rearmarme en casa, donde en la cama me siento cansado. Sonreír cuesta. Pero, convencido, me digo que no hay elección: o le sonríes a la vida, o la vida te levanta ampollas.
Y sigo más allá, en territorio del enemigo, cuestionándole en mi interior: ¿no saben todos esos que me cruzo en la vida con cara de muerte que la feliz mujer del autobús sostiene el mundo con su sonrisa? Y me sale un gemido sofocado con el aliento del cura del hospital, que expreso con mis mejores intenciones: sonrío. Y el mundo, aunque no lo parezca, continúa. Porque con mi sonrisa, en mi interior, he exclamado un grito de paz en la guerra. Ese que cada mañana, al levantarme, me empuja adelante: “¡Sonría, por favor!”.