Las etiquetas se ponen a las cosas, o a las realidades que cosificamos. Las identifican desde fuera, para facilitar la comprensión de lo que hay dentro. Son útiles para el consumo, y también para el estudio: nos ayudan a clasificar corrientes y autores, y así recordamos mejor quiénes eran los filósofos racionalistas y los idealistas, y antes de ellos los presocráticos, los platónicos, los tomistas y otros más. Pero para lo que no sirven las etiquetas es para las personas en su condición individual, en lo que son como seres únicos e irrepetibles.
En el ámbito civil se ha extendido en las últimas décadas con mucha fuerza la etiqueta LGTB, que después ha ido añadiendo siglas hasta ser LGTBIQ+ (puede que se hayan añadido más y no esté a la última). La propuesta ha sido identificar a las personas en función de su atracción o su autopercepción sexual, haciendo sustantivo lo que es adjetivo. De ahí se ha hecho frecuente identificar o referirse a personas -incluidas ellas mismas- como “es gay”, “es trans” o “es bi”, siendo muy excepcional -por no decir inexistente- la referencia a una persona como “es heterosexual”. Todo ello en el arco de poco más de dos décadas.
En el ámbito eclesial, el deseo compartido de acoger a toda persona en su seno con independencia de sus rasgos propios (raza, sexo) o sus opciones (religión, ideología) ha llevado en los últimos años a una confusión: para acoger se ha asumido la mirada ideológica del asumido. El ejemplo más conocido es el del padre James Martin, sacerdote jesuita estadounidense de gran influencia en su país. A raíz del atentado en Florida contra un local de ambiente gay, el jesuita tomó la decisión -no me cabe duda de que bien intencionada- de tender puentes con la comunidad lgtbi (sic). Su primer paso es el de denominarles tal como quieren ser denominados: lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales, queer, asexuales, género fluido, etc etc. Según la BBC, hay más de 100 géneros, de ahí el uso del signo “+” al final para referir una categorización casi interminable.
A mi parecer, Martin comete dos errores con este posicionamiento: asumir la antropología de género, esa mirada sobre al persona que considera el dato biológico irrelevante, dado que la voluntad personal puede decidir sobre la identidad personal con independencia de aquella. La Comunidad de Madrid en una de sus leyes sobre la cuestión LGTBI afirma que todo ciudadano tiene derecho a definir su identidad. Da igual qué cuerpo tienes, tu voluntad es soberana.
El segundo error del padre James al usar las categorías mencionadas consiste en reforzar a las personas que se consideran LGTBIQ+ en su idea de que esa condición es lo que les define, en vez de ayudarlas a descubrir su identidad profunda, mucho más radical -es decir, de raíz- que las etiquetas impuestas o autoimpuestas.
Hace unos años hablaba con un joven y me comentaba sus dificultades en el ámbito de los afectos y las atracciones. Me decía que le gustaban los chicos, pero a veces también las chicas. A veces mucho, a veces poco, a veces más, a veces menos… Y me decía que no sabía bien qué era. Fácilmente descubrí que estaba intentando encajar en alguna de las siglas de moda: o era G, o era B, o a lo mejor era otra cosa que estaba por inventar… Después de escucharle le dije: "Amigo, está muy claro lo que eres: eres hijo amado de Dios. Eso no te lo has dado tú, pero tampoco te lo puedes quitar. Y eso no depende de tus sentimientos o emociones, permanece siempre. Hemos recibido el ser, la vida, lo hemos hecho como hombres o mujeres, somos criaturas amadas, alégrate. Después habrá que ver por qué experimentas esas atracciones, por qué son ambivalentes, qué significan y cómo vivirlas”. Y en eso seguimos.
Quiera Dios que descubramos de verdad quiénes somos, y desde ahí acompañarnos unos a otros en el apasionante camino de la vida, sin confundirnos ni engañarnos con etiquetas, por muy de moda que estén, pero que no son lo mejor para conocer y acoger a las personas.
Publicado en el blog del autor, De Profundis.