En el camino hacia la Pascua, la Palabra de Dios nos presenta este domingo los diez mandamientos de la ley de Dios.
Fueron dados por Dios a Moisés en el monte Sinaí y señalan el camino de la vida para toda persona que viene a este mundo. Son palabras fundamentales para todas las religiones monoteístas, y han sido llevadas a plenitud por el mismo Jesús en el sermón de la montaña, las Bienaventuranzas.
Cuando el joven rico se acercó a Jesús, atraído por su persona y su doctrina, le preguntó qué debía hacer para alcanzar la vida eterna. Y Jesús le respondió: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19,1619). Para Jesús, por tanto, la guarda de los mandamientos es un punto clave de su discipulado para alcanzar la vida eterna. “Si me amáis, guardareis mis mandamientos” (Jn 14,15).
La iconografía nos presenta a Moisés con dos tablas de la Ley, recibidas de Dios mismo. En la primera tabla se encuentran los mandamientos para con Dios y en la segunda tabla los mandamientos para con el prójimo. Recientemente el papa Francisco nos recordaba que no podemos eliminar una de las tablas para quedarnos con la otra. No podemos intentar cumplir los mandamientos para con Dios y olvidarnos de los mandamientos para con el prójimo, o viceversa.
El mandamiento principal es “amarás…”. La persona humana está hecha para amar y ser amada y cuando se encuentra con el amor, se siente feliz. Nos decía san Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (RH 10). Por tanto, el mandamiento de Dios coincide con la aspiración más profunda de nuestro corazón: amar.
A veces entendemos mal los mandamientos de Dios, como si fueran preceptos externos, como normas de tráfico que hay que cumplir aunque te cueste, como si fueran fruto del esfuerzo humano, muchas veces titánico. Y no es así. Los mandamientos ante todo son dinamismos interiores de la vida de Dios en nosotros. En gran medida son como nuestro ADN, como nuestras señas de identidad humana, están inscritos a fuego en nuestra propia naturaleza humana. Lo mismo que tenemos brazos y corazón, como órganos vitales de nuestro cuerpo, tenemos el dinamismo vital del amor en nuestra alma. Y también en gran medida los mandamientos son gracia dada para llevarnos a la plenitud, para llegar a la santidad. Si no fuera por la gracia de Dios, no podríamos cumplir tales mandamientos. Naturaleza y gracia se conjugan en los mandamientos.
Todos los mandamientos se resumen en dos: el amor a Dios, que es fuente de todo lo demás y el amor al prójimo que es la verificación de que nuestro corazón ama de verdad: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1Jn 4,20). El amor a Dios está en el origen, porque es respuesta al amor que Dios nos tiene. El ha empezado primero, nos hace capaces de amar, haciéndonos parecidos a él. Por eso, el amor a Dios es expresión de adoración, de aceptación de su voluntad, de sentirnos hijos amados de Dios. A partir de ahí, viene amar al prójimo porque es hijo de Dios e imagen suya, aunque muchas veces la provocación al amor se produce en la relación con los demás, al constatar sus necesidades o al comprobar que podemos hacerles bien.
Por el contrario, el pecado no es otra cosa que el rechazo de Dios en sí mismo o en sus criaturas, en sus hijos. Ofendemos a Dios cuando no le reconocemos como Dios, cuando nos olvidamos de él, cuando no lo referimos todo a él. Y ofendemos a los demás cuando no los consideramos hermanos y cuando buscamos nuestros intereses egoístamente. Los diez mandamientos son un buen repaso de cómo hemos de vivir y actuar en la nueva vida que Cristo nos ha dado por el bautismo, y que vamos a renovar en la Pascua. La tercera parte del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC 2052ss) nos lo explica detalladamente.