Uno de los más grandes teólogos de los últimos siglos, el suizo Hans Urs von Balthasar, escribió que “en última instancia es a Luis y Celia Martin a quienes debemos la doctrina del pequeño camino, de la infancia espiritual, porque fueron ellos los que hicieron vivo y palpitante en el corazón de Teresa del Niño Jesús al Dios que es más que un padre y una madre”.
Balthasar, que consideraba la vida de Santa Teresa de Lisieux como un mensaje decisivo de Dios para la Iglesia de su tiempo, habría saltado de alegría al conocer la noticia de que Luis y Celia serán canonizados el próximo mes de octubre, coincidiendo con el Sínodo de los Obispos sobre la familia.
Los santos son, por un lado, un regalo que viene de lo Alto, un fruto de gracia inesperado, que no se deduce de los factores del entorno. Los esposos Martin nacieron en el primer tercio del siglo XIX, en una Francia devastada (desde el punto de vista religioso) por el trauma de la Revolución y por la política napoleónica. Sin entrar en análisis detallados, es fácil pensar que el contexto no era el más propicio para semejantes testigos. Por otro lado, la santidad responde también a una respuesta que brota de la tierra de la Iglesia. Luis y Celia hubieron de hacer su propio camino a través de obstáculos de diversa índole, y a través de ellos se perfila el atractivo de una humanidad plena, cambiada por el encuentro con Jesucristo.
Impresiona no encontrar en ellos rastro de rigidez ni moralismo (tan típicos de la época) ni tampoco una actitud resentida y defensiva, propia de algunos sectores del catolicismo francés de la época. Sus vidas son radiantes en su sencillez, abiertas al sol y a la lluvia de la existencia; nos dejan descubrir las penalidades y los límites que la acompañan junto a la indestructible victoria de la fe en cada circunstancia. Vivieron su matrimonio como auténtica vocación, como llamada del Señor que había preparado a Celia para Luis y a Luis para Celia, sin remilgos ni reducciones. “Tu marido y verdadero amigo, que te ama para toda la vida”, firmaba Luis en una de sus cartas. Y Celia, durante un viaje que le mantenía lejos de su marido, le escribía: “te sigo en espíritu durante toda la jornada y me digo, en este momento hace tal cosa; no veo el momento de que estemos juntos, te amo con todo mi corazón y siento que se multiplica mi afecto por el hecho de verme privada de tu presencia”. Nada quedaba fuera de esta compañía que vivían recíprocamente los esposos dentro de cada circunstancia, en una peregrinación hacia la plenitud de la vida, hacia el Destino bueno que les esperaba, pero que ya sabían presente, a su lado.
En realidad los esposos Martin han gozado de un abogado muy elocuente para su Causa, el testimonio de sus cinco hijas, y especialmente de Teresa, que en uno de sus manuscritos revela cómo cuando era un niña pequeña, durante la Misa, “miraba más a papá que al predicador y su hermoso rostro me decía tantas cosas… a veces sus ojos se volvían brillantes de conmoción y se esforzaba por detener las lágrimas… me bastaba mirarlo para saber cómo rezan los santos”. Y en otro escrito relata cómo con frecuencia ofrecía su vida a Dios sirviéndose de la pequeña fórmula que su madre le había enseñado: “Dios mío te ofrezco mi corazón, tómalo si quieres, de modo que ningún otro lo posea, sino sólo Tú, mi buen Jesús”.
Numerosos escritos de las cinco hijas (cuatro de ellas entrarían en el Carmelo y otra en la Visitación) hablan de la vida familiar alegre y llena de afecto, en la que los padres no les imponían callar ni sofocaban sus objeciones, sino que favorecían que se abrieran completamente, para después corregir con mansedumbre y firmeza lo que pudiera estar equivocado. La casa de los Martin era frecuentada por numerosos amigos pertenecientes al Círculo Vital Romet, un lugar de amistad donde se jugaba, se rezaba y se profundizaba en la fe. También era habitual que recibieran amigos que no compartían su pertenencia a la Iglesia, con los que mantenían una relación de afecto gratuito y respeto exquisito, si bien deseaban comunicarles el tesoro de su fe. Era, por lo demás, una casa abierta a las necesidades de todos, con los que no dudaban compartir sus modestos bienes, fruto del trabajo de Luis como relojero.
El dolor no tardó en hacerse presente en la vida de la familia Martin. Celia sufrió durante varios años un durísimo cáncer que acabó con su vida a los 46 años. Su forma de afrontar la enfermedad, sin rebeldía y llena de esperanza, hizo exclamar al párroco que le administró los últimos sacramentos que “ya tenemos una nueva santa en el Cielo”. Desde entonces, contará Teresa, “el corazón siempre tierno de papá, unió al amor que ya poseía un amor verdaderamente materno”. Los últimos cinco años de la vida de Luis estuvieron marcados por una grave enfermedad cerebral que sería fuente de intenso sufrimiento para sus hijas. Antes de perder definitivamente sus facultades (qué gran misterio) se había ofrecido conscientemente a Dios.
Canonizar a unos esposos (por primera vez de manera conjunta en la historia de la Iglesia), me parece algo que se asemeja a una suerte de provocación para esta cultura devastada por el escepticismo. El matrimonio cristiano es uno de los signos más potentes de la presencia de Cristo resucitado aquí y ahora, haciendo posible “lo que para vosotros sería imposible”. Por eso es la victoria más sencilla y concreta sobre el nihilismo que anega el corazón de tantos contemporáneos. Creo que la vida de Celia y Luis Martin, sin edulcorantes ni papel couché, palpitante de amor y de dolor, merecería también una gran película, aunque dudo que existan productores con la suficiente audacia y libertad para tal proyecto. En todo caso, quien la pueda conocer no dejará de reconocer su belleza, y en él se abrirá la nostalgia de una vida verdadera.
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