Me contaba un amigo de la renovación carismática que, hace un tiempo, comenzó a ir a su grupo de oración un hombre que reconocía ser un ladrón. Al principio se sentía bastante desubicado, pero al ritmo de las canciones, de la alabanza, de los “¡Aleluya!” y de la cordialidad con que le trataban, se fue soltando. Y un día, en plena alabanza, lanzó en voz alta su petición a Dios: “¡Señor, haz que tenga éxito en el golpe de mañana!”
“¿Y qué hicimos nosotros?”, me explicaba este amigo. “Pues seguir alabando, rezando y cantando. Obviamente está mal robar, eso no lo duda nadie, pero este hombre estaba al inicio de su conversión; no se trataba de hacerle sentir mal, de juzgarle, de corregirle, sino de acogerle y, desde su herida, desde su realidad, que fuera conociendo el Amor de Dios”, prosiguió.
Reconozco que la explicación de este amigo mío me descolocó. Chocaba frontalmente con la concepción de la Iglesia y de Dios en la que fui educado, sin duda mucho más moralista y empeñada en cumplir normas. Poco después he ido descubriendo que quizás esa actitud no sólo era mía, sino que tal vez esté muy extendida entre los creyentes en general.
Básicamente, la cuestión que me surgió fue si podría este ladrón presentarse en nuestros templos, en nuestras parroquias, y sentirse acogido. Muy probablemente, yo habría sido el primero en juzgarle, en relegarle y en echarme la mano a la cartera.
Más recientemente, paseando por el centro de Madrid con una persona que perdió su trabajo hace un año por la crisis generada por el Covid y que está viviendo de la caridad, pasamos delante de una iglesia. Se quedó observándola y le dije si quería entrar. Me preguntó con toda inocencia si él podía hacerlo, porque no pisaba una desde que era niño y “mi vida es bastante mala”. Le respondí que no se preocupara, que no había un “arco detector de pecados” a la entrada y que por supuesto podía entrar, que siempre somos bienvenidos a la casa de Dios. Desde entonces va con frecuencia a la iglesia y reza, aunque su vida dista aún mucho -como la mía- de ser lo que llamaríamos un cristiano ejemplar.
¿Podría una prostituta, un yonki, un alcohólico, un mendigo, un ex presidiario o un hombre con fama de maltratador entrar en una de nuestras iglesias y ser acogido con dulzura, con amor, con calidez, con misericordia, sin juicio? ¿Son nuestros templos “hospitales de campaña”, como señaló el Papa Francisco, para acoger a los hombres y mujeres heridos por el zarpazo de la frialdad y el egoísmo de nuestra sociedad? ¿O existen personas que son demasiado pecadoras, demasiado imperfectas, para sumarse a nuestro selecto club?
Y ojo que no hablo, como defienden algunos desnortados, de afirmar que todo vale, que “Dios perdona todo” (sin nunca mencionar el arrepentimiento), que “la Iglesia se tiene que adaptar a los tiempos modernos y abandonar su moral rigurosa del pasado” y que debe bendecir todo tipo de relaciones que la Biblia define -y siempre definirá- como “aberrantes”. Mal futuro tienen esos predicadores que modifican, matizan y aguan la Palabra de Dios “para adaptarla a nuestra época”.
Hablo de la acogida, del cariño, del interés auténtico por las personas. Hablo de un hospital al que acuden -al que acudimos- los heridos, los débiles, los confundidos, los que se sienten derrotados, los que han escogido un mal camino, los que se han equivocado en la vida. Y lo que buscan es ser sanados de sus heridas, no ser reprendidos por haberse caído. ¿Sabremos hacerlo?