Comenzamos los cristianos el tiempo de Cuaresma; tiempo de purificación, de renovación, de hondo cambio, de conversión. Esta es la palabra que define la Cuaresma: conversión, vuelta a lo esencial y primero, a lo que es lo verdadero; es decir, vuelta a Dios revelado en el rostro humano de Jesús, su Hijo, y en la paradoja de la Cruz de la obediencia, la libertad, el amor, encuentro con Dios que es Amor. Esto es lo esencial, la verdad más sustancial que afecta al hombre en lo más decisivo de su ser. Porque el hombre, a la larga, no se aguanta a sí mismo si no está redimido para la libertad abierta a Dios.
Sólo cuando el hombre sabe que es infinitamente más que una mera evidencia inmediata, que es el hombre del Dios infi nito de libertad, amor y bienaventuranza sin límite, sólo entonces puede aguantarse a la larga. Si no, se va asfixiando lentamente en su propia finitud y toda la retórica sobre la dignidad humana y la misión del hombre sonará cada vez más falaz. Resulta difícil que un hombre encuentre así a Dios,’ como lo vemos y se nos ha dado en Jesús –verdad, amor, libertad, bienaventuranza sin límite ni ribera–, y no cambie. La Iglesia, y en ella y con ella los cristianos, siempre hemos de ocuparnos de Dios por encima de todo, pero en este tiempo de Cuaresma ese ocuparse ante todo y sobre todo de Dios debería de destacarse muy intensamente, incluso visiblemente. La forma de que esto aparezca visible en este tiempo cuaresmal es, sin duda, intensifi cando la oración y la caridad. La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de refl exionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en la espera de vivir la alegría pascual. En el corazón más palpitante de la Iglesia está la caridad, núcleo mismo del Evangelio, y principio vital de la Iglesia y de la vida cristiana. «Sin caridad nada somos, ni nada nos aprovecha» (1 Cor, 13, 23). La práctica concreta y efectiva de la caridad, que ha de vivirse en el seno materno de la Iglesia, debiera ser el ámbito activo y concreto que caracteriza la vida cristiana y la comunidad eclesial, el ambiente en el que respire la vida de fe que obra por la caridad, el alimento que nutra a los que siguen a Jesús, el clima en el que se viva el existir cristiano; esto siempre, pero avivado aún más en el tiempo cuaresmal en y por la comunidad eclesial.
La Cuaresma no nos cierra los ojos ante todo lo que está sucediendo en estos momentos: paro altísimo, graves problemas económicos, sociales y familiares, quiebra moral, marginación y desigualdades graves, individualismo e insolidaridad, violencia, doméstica, manipulación de las conciencias, pérdida del sentido religioso y olvido de Dios, y tantas otras cosas que nos están pasando, sin olvidar ni omitir los pecados, las debilidades y las infi delidades a la fe y a la Iglesia por parte de los cristianos. Todo esto puede inducirnos fácilmente a condenar estos tiempos, que, sin embargo, están tan necesitados de infi nita compasión, de misericordia, de amor, de gratuidad, de justicia, de
perdón, de aquella «caridad paciente, amable, desinteresada, que no se irrita, que no lleva cuentas del mal, disculpa sin límites, se alegra con la verdad, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta», de la que nos habla san Pablo (cf. 1 Cor 13). Sin esa caridad nada cambia, nada habrá cambiado ni habrá sido renovado. En esa caridad se descubrirá y se verá a Dios, que es Caridad, y que todo lo hace nuevo. Volver a Dios, revelado y visto en Jesucristo, es vivir en la caridad y se expresa por la caridad La comunidad cristiana, las comunidades cristianas, deben ser escuelas de caridad y así ser lugares de aprendizaje de Dios, de descubrimiento, encuentro y transparencia de Dios. Los hombres, en general, y en particular los que se inician en la fe y vida cristiana, los que aprenden a ser cristianos, necesitan palpar y ver en los cristianos, en las comunidades cristianas, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los pobres, los enfermos, los que sufren, y los más necesitados. Imprescindiblemente, de la vida misma de las comunidades cristianas y de los cristianos, los hombres y los que tratan de ser cristianos tendrían que aprender a ver, a descubrir y a encontrar a Jesús, rostro humano de Dios, en el rostro de aquellos con los que el mismo Jesús ha querido identifi carse: los pobres y los últimos (cf. Mt 25,35-36). Esta es la verdad, y para llegar a ella los hombres necesitan ser llevados de la mano de los cristianos a donde está Él: crucifi cado y despojado, sufriendo con los que sufren, con los crucificados y despojados de hoy, porque con todos ellos se identifica. ¿Dónde está Dios, para volver a Él, dónde se le encuentra, dónde podemos contemplar su rostro? En su Hijo que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo y último, hecho hombre y cargado con nuestros sufrimientos, nacido pobre y reconocido de los pobres, siervo y servidor, siempre al lado de los enfermos y desconsolados, curándolos y consolándolos., en defi nitiva, amando con un amor hasta el extremo. Ahí han de ser conducidos los hombres y quienes quieren ser cristianos por el testimonio de aquellos que han descubierto a Cristo y contemplado su rostro, el de Dios mismo, en esos rostros escarnecidos y con tantos sufrimientos. Esta es la purificación cuaresmal, esta es la
verdadera y honda renovación, este es el verdadero cambio, que hará brillar el rostro de la Iglesia con la Luz que ilumina todo, Jesucristo. Esto es lo que habría de ocuparnos ¡entonces mostraríamos que es verdad que nos ocupamos ante todo y sobre todo de Dios, única esperanza y luz para la humanidad entera, la fuente inagotable de libertad, de bienaventuranza, de verdad y de amor. Esto ha de ser acompañado –se necesita– de la oración, de la adoración, de la Palabra de Dios, de la Eucaristía.
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