La Argentina, mi querida Patria, desde hace tiempo, se ha convertido en “tierra de misión”. La afirmación podría, tal vez, llamar la atención teniendo en cuenta que suele decirse –más como un lugar común que como algo consistente– que la Argentina es católica. En realidad, para sostener tal cosa habría que hacer las debidas distinciones. Sobre ellas abundaré hacia el final de esta columna.
¿Por qué señalo, entonces, que la Argentina, desde hace tiempo, se ha convertido en “tierra de misión”? Para dar una respuesta satisfactoria me parece útil recurrir a un documento pontificio bastante olvidado cuando no, directamente, archivado. Se trata de la carta encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990) de San Juan Pablo II.
El Papa polaco observa que, desde el punto de vista de la evangelización, pueden distinguirse tres situaciones: “En primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes”. En segundo lugar, hay comunidades cristianas “con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la Iglesia”. En tercer lugar, hay “una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva evangelización» o «reevangelización»” (n. 33).
En esta clasificación no exhaustiva ¿dónde ubicar a mi Patria, la Argentina?
Fundacionalmente, la Argentina fue descubierta y evangelizada por la Corona de Castilla. Si tuviéramos que elegir una fecha emblemática, podríamos indicar el 1° de abril de 1520. Resultado del cumplimiento del mandato apostólico de la Santa Sede a los Reyes Católicos y a sus sucesores a fin de evangelizar a los naturales de las tierras a descubrir, la Corona de Castilla patrocinó la expedición encabezada por Hernando de Magallanes. Como recuerda el sitio web celebratorio de tan magno acontecimiento que se ha convertido en una nueva gloria para España, “la más importante narración y la única completa de la primera vuelta al mundo fue escrita por el joven Antonio Pigafetta”. En lo que respecta al propósito de esta nota, el 1° de abril de 1520 la expedición recaló en las costas del Puerto San Julián (actual Provincia de Santa Cruz) y se celebró la primera misa de lo que, con el correr de los siglos, se convertiría en el territorio argentino. Como se señaló en la web de Aica por los festejos del V Centenario en 2020, ese oficio litúrgico “constituyó un acto fundacional de la patria”.
España, una vez más España, fue forjadora de un ejemplo concreto de Civilización Cristiana. En este sentido, podría aplicarse que la Argentina, alguna vez, fue animada por esas comunidades cristianas “con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas” que, mediante ellas, tuvo “un gran fervor de fe y de vida”; que irradió “el testimonio del Evangelio en su ambiente” y sintió “el compromiso de la misión universal”. Aquí, conviene recordar que el Gobierno Federal argentino, hasta la reforma de la Constitucional Argentina de 1994, incluía que el Congreso de la Nación debía, además de “conservar el trato pacífico con los indios”, también “promover la conversión de ellos al catolicismo”. Una cláusula constitucional que, no obstante la picazón de la ideología iluminista que sufre la Carta Magna por otros motivos, vinculaba a la Argentina con la obra misional de España en América.
A partir de 1994, borrón y cuenta nueva respecto del carácter misional de la acción del Estado argentino. La realidad es que, nos guste o no, no obstante conservar el artículo 2 –“El Gobierno federal sostiene el culto apostólico romano”– la Argentina, al menos en lo que se refiere a la esfera político-gubernamental, ha dejado de ser católica. Por esto, además, resulta un mito sostener el “mito de la Argentina Católica”.
Lo que no implica alegrarse por tal realidad. Todo lo contrario. Debería resultar un reclamo y objeto de nuestro examen de conciencia –jerarquía eclesiástica y laicos como corresponsables– constatar que la obra misional de España en nuestro país haya dejado de “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Concilio Vaticano II, decreto Apostolicam actuositatem, 13).
Dicho esto, ¿qué decir sobre la Argentina respecto desde el enfoque de la evangelización? Me parece que, al día de hoy –“a llorar se va a la iglesia”– mi Patria es “tierra de misión” en el sentido de lo afirmado por San Juan Pablo II en Redemptoris missio: “Es necesaria una «nueva evangelización»”.
La Argentina, entonces, ¿es católica? Distingamos, y con mucha generosidad conceptual, por cierto, y sin dejar de hacer el correspondiente examen de conciencia –tanto los clérigos como los laicos–. En esa “pusillus grex” ("pequeño rebaño": cf. Lc 12, 32) o “minorías creativas” (Benedicto XVI), la Argentina lo sigue siendo. Pero –y sin caer en el pesimismo– lo es no obstante toda la contra que recibe, debe decirse, tanto de parte de la sociedad política como –pruebas al canto– de cierto catolicismo connivente con el mundo al que le da alergia oír de “restablecimiento de la Argentina según el derecho natural y cristiano”.
Como nos exhorta el Apóstol San Pablo, esperemos contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18).