Días atrás la revista de información religiosa Vida Nueva (“una palabra comprometida en la Iglesia”, ¿comprometida con quién?), publicó, con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, un espléndido pliego (num. 2.926, fecha 24-30 de enero) del profesor de la Pontificia Universidad Antoniana de Roma, el franciscano Luis Oviedo Torró.

El trabajo se titula “¿Hacia dónde va la Vida Consagrada?” y en él su autor, además de sacerdote seguramente sociólogo, hace una disección realista, sin falsas expectativas edulcorantes ni lamentos tremendistas, del estado actual de la Vida Consagrada en el mundo, pero particularmente en España. De acuerdo con su exposición, sería necio negar que, salvo excepciones recientes muy esperanzadoras, la gran mayoría de las órdenes, congregaciones e institutos de vida religiosa se hallan en clara decadencia.

De los muchos datos y referencias sumamente interesantes que aporta este franciscano estudioso y objetivo, me quedo hoy con un tema que desde hace años me viene preocupando. Me refiero a la ocultación de los signos visibles de la pertenencia religiosa en un mundo cada vez más secularizado y hostil. Como si se quisiera pasar inadvertidos. O sea, que no se note lo que somos para no levantar “sospechas”.

A este respecto dice el autor: “Las entidades en una situación mejor hacen una clara apuesta por la visibilidad. Lo siento, pero no conozco ninguna entidad en las regiones occidentales que prospere en la que sus miembros no sean reconocibles, con signos claros de consagración. Tampoco crecen si sus estructuras o casas donde residen dejan de ser identificadas como casas de religiosos (...) vinculadas a un templo (...) abierto a todos. Ciertamente, conozco casos de entidades que apuestan por la visibilidad y no crecen; pero no conozco ninguno que crezca y sea poco visible”.

O lo que es lo mismo, ¿dónde han quedado los hábitos, todo lo aligerados que se quiera, pero hábitos, de muchos consagrados/as, y la identificación de los sacerdotes? Mi párroco de hasta hace poco (acaba de jubilarse), desprovisto de alba y casulla, parecía un gañán de campo. Bastante rústico sí es, pero no tiene por qué manifestarlo tanto ocultando su condición sacerdotal.

No se trata, pienso yo, de hacer ejercicios de exhibicionismo como hacen ciertos homosexuales (el exhibicionismo siempre produce rechazo), pero tampoco de ocultar la identidad religiosa de los consagrados ni la condición de católico consecuente de los seglares. Cuando enmascaramos o disimulamos nuestra pertenencia eclesial para que no nos identifiquen y clasifiquen, estamos favoreciendo, querámoslo o no, al laicismo inducido que algunos esparcen en el ambiente.

Los hábitos y, como poco, los alzacuellos del clero secular, evangelizan por sí mismos, si la persona que los lleva mantiene una actitud pública decorosa y coherente con su estado. ¿Acaso no puede resultar llamativo y simpático ver, por ejemplo, a un par de monjitas (siempre en pareja, como la Guardia Civil) correr por los pasillos del subterráneo porque se les escapa el metro? ¿O descubrirlas en las rebajas de El Corte Inglés, revolviendo a ver si encuentran alguna ganga que les pueda interesar, como toda hija de vecino? Pero con hábito.

Cada vez que veo delante de un edificio público a sus autoridades y funcionarios guardar un minuto de silencio masónico por cualquier desgracia o expresión de luto local o nacional, se me cae el alma a los pies. ¿Es que esta sociedad ha perdido por completo la memoria de sus raíces? ¿Es que la Iglesia no tiene nada que aportar al dolor siquiera oficial cuando este se hace público? ¿No puede doblar las campanas de sus campanarios? Las gentes, al oír este toque de luto se preguntarán, igual que Ernest Hemingway, “por quién doblan las campanas”.

Hay quienes quieren echarnos de la vida pública, someternos a encierro domiciliario, como dice el padre Manuel Guerra, pero no tenemos por qué colaborar activamente en ello, ocultando nuestras manifestaciones y hasta nuestra identidad.

Mientras haya un mínimo de libertad social, aprovechémosla haciendo visible nuestra condición cristiana. Como hacíamos los miembros de aquella Acción Católica de la que hablaba la semana pasada. Eso evangeliza y fortalece. La calle es de todos, por consiguiente, nuestra también.