La semana próxima, 11 de febrero, se cumple el tercer aniversario del anuncio de una renuncia histórica a la sede de Pedro, la del Papa Benedicto XVI que conmovió al mundo entero. Fue la renuncia de aquel «elegido por Dios» que, en su primera aparición en público como Papa, se definió a sí mismo como «un sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor», y en la Eucaristía de inicio oficial de su pontificado dijo: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
No querer otra cosa como programa que hacer la voluntad del Señor es identificarse con Cristo, el Hijo de Dios cuyo envío y misión resume la Carta a los Hebreos diciendo: «Me has dado, Señor, un cuerpo; aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Es la voluntad de Dios la que él veía, al iniciar su pontifi cado, simbolizada en el yugo del palio papal: «El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos, y esa voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la liberad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es el camino de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizá a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así no servimos solamente a Él, sino también a lasalvacióndetodoelmundo, de toda la historia» (Benedicto XVI).
Releyendo estas palabras de Benedicto XVI se comprende su renuncia: de alguna manera la había anunciado ya. El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, Él ciertamente les habríaquitadoalgo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenecealalibertaddelhombre, asudignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes.
¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo total mente a Él–, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida?¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella?¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡No!, quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y con gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! El no quita nada y lo da todo.
"Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida» (Benedicto XVI). Su programa, cumpliendo la voluntad de Dios, fue y es Cristo, el buen pastor, que, en despojamiento total de sí y en rebajamiento hasta lo último, carga nuestra humanidad sobre sus hombros hasta la cruz y nos invita a llevarnos unos a otros, y cuya «santa inquietud ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas ovejas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed, el desierto del abandono, de la soledad del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de los explotados y de la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino totalcomo Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y vida en lenitud» (Benedicto XVI).
Cristo, pues, fue su programa, Cristo Cordero de Dios, «Dios mismo, pastor de todos los hombres que se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados... No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, necesitamos de su paciencia ». (Benedicto XVI). Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que la han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. «Apacienta mis ovejas», dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuesto a sufrir. Amar signifi ca dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios, el alimento de su presencia que Él nos da en el Santísimo Sacramento. «Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a querer más a su rebaño, a vosotros, a la santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros».(Benedicto XVI). Emocionantes palabras, llenas de fuerza profética, fiel retrato de Benedicto XVI, incluida su renuncia. ¡Gracias, padre!
© La Razón