Si el 11-M significó lo que significó para todos en España, no estaría de más que nos fuésemos preparando -ya desde ahora, que tenemos tanto tiempo a disposición... y el que nos queda- para lo que, sin la menor duda, va a significar un antes y un después de este flagelo de la pandemia viral. A lo mejor empezamos por discernir y aprender la elemental lección inicial sobre lo que de veras es algo realmente viral. A lo mejor, por fin, la tozudez de los hechos nos convence de que todo no vale, todo no da igual; a lo mejor empezamos a darnos cuenta de que esta sociedad, este estilo de vivir, no puede cambiar, si cada uno de nosotros no empieza a cambiar ya. A lo mejor aprendemos a valorar más y a no desperdiciar la vida de cada día, y exigimos la abolición de leyes inicuas y suicidas como la del aborto o la de la eutanasia...
Todos los profetas de desventuras, agoreros de guardia permanente, que ni por el forro tienen la menor idea de lo que es la virtud cristiana de la esperanza, desde su pretendida e insufrible superioridad y prepotencia, se afanan por recargar unas tintas que no necesitan ser recargadas, porque ya vienen "de fábrica" con carga más que suficiente: "Es un castigo de Dios", "vamos a caer como moscas", amenazan. El Papa se encargó de recordarnos, muy al principio de la epidemia, que cuando Dios perdona nuestros pecados -llamemos a las cosas por su nombre-, los olvida. "No tiene memoria", dijo. Los agoreros, y sus mariachis agazapados en tantos cómplices silencios, hacen como que no oyen y simulan mirar hacia otro lado, como si Dios no existiera y como si la cosa no fuera con ellos; pero también va con ellos, ya lo creo, y es como en política: se tiene justamente lo que se merece. La esperanza salva, la desesperanza y la soberbia atosigan y asfixian el alma... y también el cuerpo. ¿Alguien me puede demostrar, y concretar, por favor, dónde hay más seguridad y confianza siempre, en nuestra vida de cada día, que en las manos de Dios, que es nuestro Padre? ¿En qué otras manos -y prefiero no descender a detalles ni a nombres- estamos más seguros?
Tengo la convicción plena de que lo que tenemos que preguntarnos, en medio de este tsunami inesperado, imprevisto como de costumbre por tantos previsores de todo a cien, no es por qué Dios permite todo esto, sino qué nos quiere decir, con qué finalidad nos está ocurriendo lo que ni por lo más remoto podíamos imaginar. ¿Para qué nos puede servir, qué lecciones vitales imprescindibles tenemos que sacar? Bruce Marshall escribió lucidísimamente sobre la urgencia de amar y servir a los demás, en Cristo, ya que son tantos los que no pueden ser amados más que en Él...
Escribo, conmovido, desde el más descarnado realismo esperanzador de mi fe católica, para todos los que quieran escuchar lo que el Señor, Jesucristo, nos dijo a todos: "No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros siempre, hasta el fin de los tiempos". Es cuestión de que nos lo creamos de verdad, porque la fe mueve montañas, y porque Él, que se hizo uno de nosotros por amor, el permanentemente "confinado" en el sagrario, el Dios justo pero misericordioso que se hizo hombre -el 25 de marzo celebramos su Encarnación- nos lo dejó dicho bien clarito: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Tal vez es cuestión de reconocer, con verdadera humildad, sin postureo estúpido alguno, nuestra condición humana, tan evidentemente limitada, y dejarnos confiadamente en sus manos misericordiosas diciéndole, de veras: "Señor, no somos dignos... pero una palabra tuya bastará para sanarnos".