Un amable lector me solicita que explique más detalladamente esa alianza anticrística entre islamismo y laicismo que mencionaba en un artículo anterior. Me permitiré ilustrar tal explicación con citas de una irresistible novela de Chesterton que aborda proféticamente estas cuestiones, La taberna errante, dominada por la figura de lord Ivywood, un líder liberal encandilado con el progreso humano. A Ivywood lo mueve un secreto aborrecimiento del cristianismo, que considera una religión contraria al progreso; para erradicarla, propone muy taimadamente al Parlamento un plan de modernización de Inglaterra, empezando por el cierre de las tabernas (medida que encubre su odio a las alegrías cristianas, que siempre se han congregado en derredor del vino). Así actúa el laicismo: se envuelve con chácharas reformistas y modernizadoras, invoca razones de higiene pública y progreso social; pero tales aspavientos no son sino farfollas con las que camufla su odio constitutivo y medular a la fe cristiana.
Para ayudar a camuflar ese odio, Ivywood se muestra partidario de una «compenetración de civilizaciones» que expone con palabras melifluas y ecuménicas: «Vivimos en una época en que los hombres empiezan a darse cuenta de que un credo tiene tesoros para los otros credos, una religión tiene secretos que revelar a las otras, una fe puede comunicarse con otra y una Iglesia enseñar a otra Iglesia. (…) ¿Por qué no vamos a admitir que a su vez el islam puede ofrecernos algo precioso, algo susceptible de sembrar la paz en miles y miles de hogares?». Ivywood se muestra convencido de que el islamismo «es la religión con más potencial progresista que existe»; y de que puede facilitar «el crecimiento perpetuo hacia la perfección infinita», que es el fin último de la religión democrática. Por supuesto, la fascinación de Ivywood por el islam no es sino el disfraz con el que oculta su afán por demoler el patrimonio espiritual del cristianismo. Ivywood ve en el islam un catalizador; o, dicho más exactamente, un antítesis hegeliana que facilitará, una vez rotas las barreras cristianas, una síntesis fundada sobre «la evolución, la relatividad y la expansión progresiva del pensamiento».
Como todo progresista, Ivywood piensa que «el mundo está mal hecho»; y, en un rapto de endiosamiento, afirma tajante: «Y yo voy a rehacerlo a mi antojo». En un pasaje especialmente sobrecogedor de la novela, Ivywood muestra su aversión hacia el arte clásico y aboga por un arte en el que se vayan difuminando las figuras, hasta concluir en la pura abstracción. Su interlocutor le opone: «Todo se puede combinar hasta un cierto punto, pero más allá de ese punto la identidad desaparece y con ella todo lo demás». Pero eso es lo que Ivywood anhela: «Quiero la ruptura de barreras y nada más». Tal confesión abruma y horroriza a su interlocutor: «¡Pero la ruptura de tales barreras… tal vez signifique la destrucción de todo!». A lo que Ivywood asiente, ensoñador: «¡Es posible!». Por fortuna, para frustrar el designio de Ivywood se halla Patrick Dalroy, un capitán irlandés, fiel a la alegría de las tabernas y a la fe de sus ancestros, que sabe que las sociedades colapsan cuando reniegan de su tradición espiritual y cultural. Cuando le preguntan por el «gran destino» que le aguarda al Imperio Británico, Dalroy lo resume en cuatro episodios: «Victoria sobre los bárbaros. Empleo de los bárbaros. Alianza con los bárbaros. Conquista por los bárbaros».
Y es que, en efecto, no hay otro destino sino la conquista por los bárbaros para los pueblos que han renegado de su tradición. Por eso laicismo e islamismo, el Jano bifronte del Nuevo Orden Mundial, se necesitan como la uña y la carne.
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