El manipulador de las dulces formas gusta de decir sin realmente decir, de asomar la patita pero no demasiado, para que nadie le pueda pillar en un renuncio o acusarle de haber afirmado lo que realmente no llegó a afirmar pero sí quiso afirmar sin haberlo afirmado. Al manipulador de las dulces formas le gusta embadurnar sus palabras en un rebozo almibarado, afectado y hasta amanerado, adoptando una postura corporal encogida, achicada y de ser poquita cosa, aunque, realmente, se tiene por mucho más de lo que aparenta.
Es el manipulador de las dulces formas un narcisista de manual, mecido a merced de sus desbaratados sentimientos, que suele confundir con ser el poseedor de una personalidad creativa, vibrante y genial. Sus sentimientos son la verdad, y quienes no los entienden, son toscos y primitivos. El manipulador de las dulces formas canta, crea, escribe poemas, predica y a veces hasta pinta, porque se sabe un trasunto de un hombre del Renacimiento.
Chus Villarroel solía contar la anécdota de un fraile que se tenía por gran músico. Como quería crecer en santidad, le pidió a otro fraile que le impusiera disciplina, a base de azotes en la espalda. El religioso accedió y comenzó a atizar el cuerpo del pobre músico penitente, que se mordía los labios por el dolor. Pese a ello, le pidió: “¡Insúlteme, hermano, para que yo sea más humilde!”. “¡Idiota, estúpido, vago!”, comenzó a recitar el atizador. El fraile aguantaba a duras penas el castigo corporal y espiritual, tratando de hacer gala de su virtuosismo. Pero el religioso prosiguió con su retahíla de insultos: “¡Mal músico, que has publicado un libro y no te lo ha comprado nadie!”. Como un resorte, el penitente se alzó y se enfrentó al otro religioso: “¡Eso sí que no, eso no te lo consiento!”, le gritó. “¿Veis? -concluía Chus Villarroel- Ahí tenía el fraile músico encapsulado el orgullo”. Bajo un comportamiento suave y melifluo se escondía una soberbia inmensa.
Porque el manipulador de las dulces formas se reviste de modestia y falsa humildad cada vez que le llega un halago, pero a la vez lo retuitea en las redes para que quede constancia de lo que otros opinan de él. Y es que el manipulador de las dulces formas tiene su público, un público hijo de su tiempo, generalmente infantilizado, blando, amoldable, que gusta de palabras suaves y huye de las altisonantes, que no ve problema en encenderle una vela a Dios y otra al diablo, que es capaz de sacrificar la verdad en aras de una falsa caridad, que confunde sentimientos con espiritualidad, y conceptos vagos, generales, biensonantes y abstractos, con misticismo.
Porque, precisamente, algo que no soporta el manipulador de las dulces formas es el conflicto, la confrontación, la apologética. Le aterra la idea de no ser aceptado por aquellos que están alejados de la Iglesia, de que le llamen “dogmático”, “intolerante” o “anticuado”. Por eso edulcora la verdad y demora su predicación y su propuesta, a veces tanto, que llega el final de su vida y no ha salido de su ambigüedad. Ya saben: decir sin querer decir. Él quiere presentarse como puente, como mediador, como un ser que comprende a todos y a todos justifica. Los otros, los que han venido antes que él, no han sabido serlo. Él no pertenece a la Iglesia rigorista, alejada de la gente. Él posee un carisma especial de acogida porque nunca tiene una palabra mala para nadie (excepto para los que osan cuestionarle). Tolera todo, excepto a los que no toleran todo. De lo que quizás no se dé cuenta es de que de este modo no está siendo misericordioso, sino, simplemente, está rehuyendo del conflicto.
Dice servir a Dios pero, en el fondo, es al ídolo de sí mismo a quien adora.