Vaya por delante que yo también soy Charlie. Soy Charlie en el sentido de que me alegro de pertenecer a una civilización en la que la libertad de expresión es muy amplia. En Occidente se puede publicar cualquier cosa –incluso abyectas viñetas-salivazo, como aquella de Charlie Hebdo que representaba a Cristo sodomizando a Dios Padre– sin terminar por ello en la cárcel o el patíbulo. Prefiero vivir en un Occidente con libertad de palabra –aunque eso implique tolerar manifestaciones artísticas que escupen sobre lo sagrado– que en un mundo islámico en el que la gente es ejecutada o encarcelada por delitos de opinión (sí, en países como Pakistán la blasfemia está penada con la muerte: ¿no han oído hablar de Asia Bibi?).
Alguien dirá: "Ni con unos ni con otros". Pero las guerras simplifican el paisaje y obligan a escoger bando, a compartir trinchera con gente que a uno no le agrada. Y lo cierto es que el islam radical ha declarado la guerra a Occidente, así como a los musulmanes moderados de sus propios países. Es una guerra postmoderna, que no se librará con ejércitos convencionales (aunque las ofensivas de Estado Islámico en Siria o Irak sí se hacen con tanques), sino mediante golpes terroristas y una batalla psicológica de intimidación y condicionamiento cultural. Con atentados como el de París (continuador del asesinato de Theo Van Gogh, que preparaba un documental sobre la sumisión de la mujer en el islam, culpando de ello al Corán), los islamistas pretenden imponerle a Occidente sus propias reglas antiblasfemia: al Profeta y al Libro, ni tocarlos. Los Charlie Hebdo desafiaron valerosamente esa imposición y pagaron con la vida. Otros –más intelectualmente enjundiosos y menos gratuitamente ofensivos que Charlie–, como Salman Rushdie, Geert Wilders, Ayaan Hirsi Ali o Magdi Allam, han pagado con décadas de ocultamiento y protección policial permanente.
Aceptar las restricciones islámicas en materia de expresión sería iniciar el camino de la dhimmitud (el estatuto de ciudadanos de segunda que el islam reserva a los cristianos y judíos); el gesto de Charlie, por tanto, es traducible como un valiente "No seremos dhimmis". Ahora bien, para que esa posición sea coherente debería acreditarse una libertad total frente a cualesquiera tabúes: no sólo los del islam, sino también los de la corrección política. ¿Publicó Charlie Hebdo alguna vez salvajes sátiras racistas, homófobas, misóginas, antiizquierdistas? ¿Satirizó a líderes del movimiento gay con la misma saña que al Papa, a Jesucristo o a Mahoma?
El compromiso con la libertad de expresión sólo es creíble si opera con simetría, si verdaderamente no hay nada intocable: ni los dogmas de la Iglesia, ni los del feminismo, el liberacionismo sexual, el ecologismo y demás fes postmodernas. ¿Se aprecia esa coherencia en la Europa actual? No. Algunos de los que esta semana eran Charlie interpusieron demandas contra los obispos Reig Plà y Sebastián por "ofender a los gays" con sus declaraciones sobre la homosexualidad. Predicadores como Ake Green o Dale McAlpine han sido sancionados, no por exhortar a la violencia contra nadie (el único límite incuestionable de la libertad de expresión, junto a la calumnia), sino por infringir la ortodoxia feminista-homosexualista-relativista. Intereconomía sufrió una onerosa multa por contraponer el Día del Orgullo Gay al "día de la gente normal".
Si estamos en guerra, sería importante saber quiénes somos: ¿qué representamos?, ¿por qué valores luchamos?, ¿qué es ser europeo? Es improbable que valores abstractos como "la libertad de expresión" o "los derechos humanos" puedan cimentar una identidad colectiva con suficiente densidad emocional, capaz de generar lealtad y sentimiento de pertenencia. La gente estaba dispuesta a morir en las guerras por cosas como la patria, la religión, el terruño, las mores maiorum (o, ya en el siglo XX, la revolución socialista o la descolonización). La Europa posterior a 1945 sustituyó todas esas referencias fuertes por una ideología blandita, irenista, socialdemócrata en lo económico, relativista en lo moral y decididamente postnacional. Las identidades nacionales fueron declaradas obsoletas y conflictivas (en verdad lo fueron, pues depararon dos guerras mundiales), pero no se ha conseguido forjar una supernación europea capaz de suplirlas. La Europa contemporánea se caracteriza, escribió Chantal Delsol, por una "voluntad de vacío", una tendencia a negar las propias raíces culturales, esperando que ello permitirá superar todos los conflictos. La manifestación más simbólica fue la omisión de cualquier referencia al cristianismo –el rasgo paneuropeo más innegable: de Hammersfest a Tarifa cambian las lenguas, las costumbres, los tonos de piel; lo único que permanece son las cruces en cementerios y campanarios– en el preámbulo de la fallida Constitución europea (donde sí se mencionaban Grecia y la Ilustración).
Y, ante la llegada de millones de inmigrantes musulmanes con fuertes referencias cultural-religiosas, la reacción del establishment eurócrata ha consistido en difuminar más y más los propios rasgos identitarios, las raíces europeas, con la esperanza de evitar el choque de civilizaciones. Si uno licúa suficientemente su identidad, no colisionará con nada. Si no somos nada, no creemos en nada, no tenemos pasado… no ofenderemos a nadie. El vacío no choca.
La reacción oficial al trauma de Charlie Hebdo viene informada por este mismo espíritu autonegador e inane. Todos esos mantras buenistas que intentan conjurar el conflicto negando hipócritamente su existencia: "El Islam es una religión de paz", "los terroristas no eran auténticos musulmanes", "el Islam es parte del ser alemán” (Angela Merkel)… La insistencia en considerar “islamófobo” o “ultraderechista” a cualquiera que constate lo obvio: que el islam es una religión conflictiva, como acreditan su historia y sus textos sagrados, llenos de exhortaciones a la yihad; que la integración de la inmigración islámica ha fracasado en Europa; y que habrá que estudiar soluciones que no confundan a justos con pecadores y que respeten los derechos humanos (restricciones de la inmigración, vigilancia de las mezquitas y las redes sociales, etc.).
Pero más importante que lo anterior es que Europa vuelva a creer en algo. Escribió Marcello Pera: "Integrar no es lo mismo que hospedar. Integrar es asumir que existe algo a lo que atribuimos tanto valor que pedimos al que llega que lo respete, que lo aprecie, que lo comparta". Y Christopher Caldwell: "Que Europa pueda integrar a los inmigrantes dependerá de si es percibida por ellos como una civilización floreciente o decadente". ¿Tiene la Europa actual un algo del que pueda decir: "En esto creemos, y quien quiera vivir aquí tendrá que respetarlo"? ¿Transmite un aura de civilización vigorosa, asertiva, vital? No es fácil que la Europa sin hijos, envejecida, blasfema, licenciosa, autonegadora (sí, la Europa de Charlie Hebdo) pueda generar admiración en los recién llegados. Quien no se respeta a sí mismo no inspira respeto.
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