Días atrás (5 de enero), la Santa Sede anunció la creación de veinte nuevos cardenales, quince de ellos electores, es decir, menores de 80 años. Por tanto los quince podrán participar –si entre tanto ninguno de ellos llega a octogenario- en un futuro cónclave para elegir nuevo Papa, cuando ello sea necesario. Dios quiera que tarde para que Bergoglio tenga tiempo de llevar a cabo las reformas que se ha propuesto.
En la convocatoria un solo español -¡y gracias!- ha entrado en la lista: el arzobispo de Valladolid, “un tal Blázquez”, como dijo Arzallus cuando fue nombrado obispo de Bilbao. Hay un segundo español, José Alberto Lacunza, arzobispo de David (Panamá), pero no pertenece a “nuestro” clero.
Don Ricardo Blázquez ha sido elevado al rango de príncipe de la Iglesia, no por ocupar una sede de tradición cardenalicia, que Valladolid no la ha sido nunca, sino por la trayectoria pastoral de la persona, siempre a disposición de Roma, y en compensación por lo que tuvo que tragar en Bilbao, una diócesis envenenada por el nacionalismo excluyente.
Con la imposición a Mons. Blázquez del capelo cardenalicio en febrero próximo, España tendrá once cardenales, de ellos, seis eméritos (don Francisco Álvarez, fray Carlos Amigo, don José Manuel Estepa, don Julián Herranz, don Eduardo Martínez Somalo y don Fernando Sebastián) y cinco electores (don Santos Abril, Roma; don Antonio Cañizares, Valencia; don Luis Martínez Sistach, Barcelona, don Antonio Rouco, jubilado de Madrid, y el ya citado don Ricardo Blázquez).
Como Santos Abril, igual que Rouco y Martínez Sistach dejarán de ser electores dentro de nada, o casi nada, quiere decirse que a España no le quedarán más electores que Cañizares, procedente de la curia romana aunque haya terminado aterrizando en su Valencia natal, y el susodicho Blázquez. Y no esperemos que en adelante haya muchos cardenales españoles más. Si acaso Madrid y Barcelona, en un próximo cónclave, vean nombrados sus respectivos y nuevos arzobispos, pero pare usted de contar. Y ambas macrodiócesis no por su especial distinción evangelizadora, sino por su volumen demográfico o por sus muchas necesidades pastorales.
Se acabaron las archidiócesis históricamente cardenalicias o así, como Toledo y Sevilla, y en un nivel algo inferior, Santiago y Valencia, y aún más distantes en el tiempo, Tarragona o Zaragoza. El caso de Toledo es el más llamativo de todos, porque de sede primada, cuyo arzobispo –normalmente cardenal- presidía la conferencia de metropolitanos –antecedente de la conferencia episcopal-, ha quedado limitada a una archidiócesis como otras también cargadas de historia.
La Iglesia católica –y como tal católica, universal- se ha extendido por todo el planeta y, en consecuencia, hay que dar representación en el colegio cardenalicio al mayor número posible de Iglesias particulares. Sin embargo, como el número de electores está limitado a 120, para dar entrada en el “senado” eclesiástico a las Iglesias periféricas, emergentes, acaso pequeñas pero también “hijas de Dios”, es necesario reducir la presencia europea, hasta no hace mucho ampliamente hegemónica.
También el epicentro apostólico, localizado hasta tiempos recientes en Europa meridional, particularmente en Roma e Italia, se ha dispersado en varias direcciones –América del Norte, Central y del Sur, África, Extremo Oriente, Australia y Oceanía, etc.-. Roma seguirá siendo Roma, porque allí está la Santa Sede, pero Europa, en claro declive cultural y religioso, ha dejado de ser el ombligo del mundo. La masonería, con su relativismo moral, y los flecos del marxismo, que subsisten, con su ateísmo beligerante, que desde Marcuse y compañía ha causado estragos en la juventud occidental, ha perdido músculo de tal forma, que en lugar de ser un referente civilizador y misionero, se ha convertido en una fuente de conflictos éticos.
Hoy, si queremos encontrar paradigmas evangelizadores, hemos de mirar al Extremo Oriente. Los regímenes comunistas y, por consiguiente ateos, persiguen todavía a las Iglesias cristianas, sobre todo a la católica. Pero esa situación, como en Cuba, no durará eternamente, y el día que se aflojen los grilletes, presenciarán –quienes vivan entonces- un florecer religioso inaudito, porque el hombre tiene necesidad de Dios, de un Dios liberador como el “nuestro”, tanto o más que de comer.
Actualmente el modelo de Iglesia a imitar no es ninguna de Occidente, sino la de Corea del Sur, con su crecimiento incesante, en un país pequeño pero enteramente moderno, dinámico, desarrollado, emprendedor, de economía y mercado libres. Una Iglesia en parte tradicional, donde las mujeres se cubren todavía la cabeza con mantillas blancas cuando entran en los templos, pero desclericalizada, donde los seglares tienen una participación y responsabilidad muy activas en las tareas evangelizadoras. En definitiva, una Iglesia con futuro, una Iglesia de todos y para todos, y no solamente de obispos y curas, donde los laicos –que también sé usar esa palabra, aunque me guste poco- no pasamos de ser convidados de piedra.