Circuncidado a los ocho días de nacer, le pusieron por nombre Jesús, que significa “el que salva“. Las Sagradas Escrituras enseñan que la palabra “justicia“ prevaleció para rendir honores a otra de finalidad más elevada llamada “salvación“.
En la Pascua de Resurrección, y en plena vorágine de usurpación positivista de la ley, la justicia divina recobra todo su esplendor para restaurar el don sobrenatural conferido por Dios al hombre y del que fue privado como sanción del pecado original: la Justicia Original, el orden inicial establecido según el cual la dicha y la bondad del hombre se sentaban en el sometimiento de su razón a Dios, sin excepciones. También en el sometimiento de las fuerzas inferiores a la razón, y en el del cuerpo al alma, tal como enseñaba Santo Tomás en la Suma Teológica.
Solo la justicia divina es perfectamente justa de suyo, tal como excogita cada paso de la Semana Santa. He aquí el trabazón de la ley divina y la ley natural. En hebreo “ justicia “ significa lo que es correcto, pero también lo que se conforma al caracter de Dios. Así es como en la Pasión de Cristo obran el juicio y la salvación.
No hay vestigios de la menor justicia sin avenimiento a la ley divina. Cuando los hierofantes del Estado se arrogan la justicia con trapacerías eutanásicas y derechos de mentirijillas, reina el deber cristiano de poner de resalto el origen y la potestad divinas de la justicia, así como su finalidad, que no es la sola justicia cívica, sino la salvación del hombre en última instancia y con ello la restauración de la Justicia Original. Siempre fue obsesión de los que sirven al signo de los tiempos retorcerle el cuello a la Verdad para hacerla decir alguna mentira. Lo intentó infructuosamente el demonio en el desierto con Nuestro Señor. Fracasó.
Para anegar la Semana Santa e insignificar la única religión verdadera, los hierofantes del Estado han ideado la táctica de la profanación furtiva con la imposición de un régimen de vida profano, aduciendo razones de solidaridad pandémica. Un Estado que ha puesto de relieve la imposibilidad de conciliar la ciudad de Dios y la ciudad pagana, las dos ciudades columbradas por San Agustín. La visión de San Agustín hoy se agudiza con la sumisión gregaria del pueblo al régimen granjero, eutanásico y pandémico, del Estado.
Ya no es ningún secreto que la finalidad religiosa de ese Estado, una vez arrebatada la justicia terrenal a la sociedad, es la sepultura de la ciudad de Dios por “la diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos” (tal como lo diría San Agustín) y que no significa otra cosa que los primeros “son buenos y ellos malos“. El mismo azufre que hizo acto de presencia en la conspiración de Caifás para condenar a Cristo.
Los nuevos epígonos de Caifás, para evitar toparse con los obstáculos de su predecesor, se confabularon con embelecos pandémicos para la abolición taimada de los pasos de Semana Santa y de paso ahorrarse los sarpullidos en el alma que les causan las procesiones. Todo sea poner un velo a la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. No vaya ser que la Semana Santa haga estragos en los corazones, y que los enfermos descubran que el Estado convirtió los hospitales en leproserías ajenas a los sacramentos, o que los deprimidos encuentren un halo de esperanza en la Cruz, o que los escépticos se enteren que Pilatos preguntó a Cristo por la verdad, o que los libertarios caigan en la cuenta que la liberación se halla en someter el cuerpo al alma, o que los sentimentales divisen que no hay mayor probidad que dar la vida en lugar de quitársela, o que el buen ciudadano huela el azufre del Estado hecho a la medida de Caifás, o que todos ellos se enteren que a los incondicionales del Dios de vivos les aguarda la resurrección en lugar de la eutanasia, o que todos ellos sepan que solo el que salva es Rey de reyes, o que todos al unísono acaben llamando a la puerta del bodrio parlamentario para ensordecer a los hierofantes del Estado a la voz de: “¡Aleluya, Cristo ha resucitado!“