No creo que hallemos ninguna forma de civilización que no exhorte a cierta abstinencia de la carne. Lo hacen, desde luego, todas las tradiciones religiosas; y encontramos este mismo consejo en las escuelas filosóficas dignas de tal nombre. Tales exhortaciones y consejos se fundan siempre en un deseo de perfeccionamiento o ascenso: puesto que la carne es gustosa, probamos nuestra fortaleza –nuestra virtud– limitando su consumo. Es una regla ascética elemental que, purgando los apegos instintivos que provienen del cuerpo, el alma se siente más limpia y más libre para acometer empresas virtuosas. No existe vida virtuosa sin conciencia de los límites, sin capacidad para privarnos de aquellas cosas que nos gustan.

Pero el problema comienza cuando se borra de los hombres la aspiración de la virtud; pues entonces también se borra de nuestras vidas la conciencia de los límites. Nuestra vida se convierte entonces en un catoblepas de voracidad insomne, en un apetito desbordado y compulsivo que exige ‘consumir’ todos los placeres; no sólo los placeres más naturales –como comer carne–, sino también los más artificiosos y patológicos. Y allá donde los hombres han perdido la conciencia de los límites, en esa incalculable bulimia volitiva del ‘consumo’ desaforado de placeres, resulta mucho más sencillo establecer imposiciones también desaforadas. Allá donde no se acepta una cuaresma hecha a la medida del hombre que nos aleje del infierno, la vida entera termina convirtiéndose en una sucesión ilimitada de infiernos. Allá donde no existe conciencia de límites humanos, las imposiciones tienden a hacerse sobrehumanas; dejan de fundarse en aspiraciones tan modestas como una vida virtuosa para fundarse en aspiraciones descomunales y quiméricas como salvar el planeta.

Por supuesto, quienes ahora quieren imponernos esas aspiraciones descomunales son los mismos que primero nos invitaron a perder la conciencia de los límites. No desean salvar el planeta ni parecidas quimeras, sino crear las condiciones que favorecen el reinado plutocrático, exactamente igual que cuando nos exhortaron a renegar de las virtudes y nos convirtieron en ‘consumidores’ de todos los placeres.

Quieren despojar de su propiedad y arruinar a quienes se ganan el sustento con la ganadería (a cambio de una limosna en forma de subvenciones, por supuesto), quieren liberalizar el suelo rural y entregárselo a las corporaciones transnacionales, quieren que ‘consumamos’ (también desaforadamente) comida sintética, que es el negocio en el que invierten sus amos. Pero emboscan sus verdaderas intenciones con altisonantes propósitos filantrópicos o ecologistas porque saben que, una vez extraviada la conciencia de los límites que exigía una vida virtuosa –límites hechos a la medida del hombre–, podemos aceptar límites sobrehumanos, de una vastedad irrealizable. Pues saben que, una vez que hemos renegado de la verdad humana, seremos capaces de aceptar las mentiras más inhumanas. Siempre quien acepta un soborno termina convertido en rehén de quienes lo sobornaron.

En realidad, el reinado plutocrático que ahora pretende que dejemos de comer carne bajo coartadas saludables o ecologistas no hace sino alimentar la lógica funesta del ‘consumo’ de placeres al que previamente nos exhortó. Sabe que el consumo de placeres genera inevitablemente hastío y búsqueda de placeres nuevos; sabe que una vida sin cuaresmas acaba convirtiendo cualquier placer en una cuaresma infernal de la que tarde o temprano necesitamos deshacernos, para saciar nuestra bulimia con cualquier otro placer sustitutorio.

Del mismo modo que borraron de nuestra conciencia los límites que nos invitaban a privarnos de carne para alcanzar una vida virtuosa, podrán borrar nuestro apetito por la carne y sustituirlo por el apetito de carne sintética, o de saltamontes, o de escarabajos peloteros, o de cualquier otra asquerosidad que los enriquezca; pues la búsqueda desaforada de placeres termina arrinconando los placeres naturales y ansiando los placeres artificiosos o patológicos. Terminaremos comiendo bulímicamente las asquerosidades que nos ofrezcan, porque ya no podemos concebir otra forma de vida que no se funde en el consumo bulímico. No ponen límite a nuestros placeres, tan sólo los cambian de objeto, dejándonos que ‘disfrutemos’ ilimitadamente de ellos. Aceptar placeres siempre más bajunos es el sino que persigue a los hombres que han renunciado a una vida virtuosa; y mientras nos imponen un cambio en nuestros placeres, ellos pueden dedicarse tranquilamente al suyo, que es acrecentar el reinado plutocrático. Un reinado que, para realizarse plenamente, necesita hombres sin virtud.

Publicado en XL Semanal.