Donoso Cortés nos enseñaba que no hay ningún error contemporáneo que no entrañe un error teológico. Lo comprobamos en estos días en que la lacra de la corrupción se enseñorea de nuestra vida política; y en que se arbitran leyes de transparencia, en un esfuerzo aspaventero por combatirla, o aparecen mesías populistas que se proclaman látigos de la corrupción y se pretenden incorruptibles. En todo este galleo sobre la transparencia, como en el engañabobos mesiánico, no hallamos sino puritanismo (o sea, el vicio disfrazado con las plumas de pavo real de la virtud). Y detrás de todo puritanismo no hay otra cosa sino negación del pecado original, que curiosamente es la única verdad teológica que puede ser aceptada sin necesidad de tener fe, pues salta a la vista que la naturaleza humana está manchada.

Sin embargo, siendo el pecado original el único dogma teológico que admite comprobación empírica, es el que más rechazo y disgusto provoca entre la gente. Este repudio de una verdad tan palmaria sólo la explica la soberbia humana, que ha dado en creer contra toda evidencia en la memez roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza y puede, sin auxilio divino, alcanzar la perfección. Tan perturbadora majadería conduce, según Donoso Cortés, primeramente a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, para concluir en la afirmación de la soberanía de las pasiones, que arrastra a los hombres a la perdición. Estas tres afirmaciones desquiciadas se prueban en el asunto de la corrupción política.

Al afirmar la soberanía de la inteligencia, se cree ridículamente que nuestra razón es luminosa e infalible; y la razón ensoberbecida engendra delirios de grandeza que nos hacen pensar que publicando los ingresos o los patrimonios de los políticos se acabará con la corrupción.

Este primer estadio de soberbia es enseguida superado por los mesías del populismo, que a la soberanía de la inteligencia añaden la soberanía de la voluntad; y, considerando que su voluntad es recta, prometen acabar con toda forma de corrupción. Pero quien cree que su razón es luminosa y su voluntad recta termina creyendo también, más temprano que tarde, que sus pasiones son excelentísimas, y que nada puede quedar sustraído a su jurisdicción soberana (ni concesión de licencias ni recalificación de terrenos ni consejos de administración de cajas de ahorros ni patronatos de fundaciones ni siquiera los «tomates» del pequeño Nicolás); y entonces su ambición de poder, su misma pasión insaciable (¡culo veo, culo quiero!) lo empujará, inevitablemente, a corromperse. Aunque, por supuesto, lo hará a la vez que publica sus ingresos, pues ya se sabe que quien hace la ley hace la trampa; y, por supuesto, seguirá persiguiendo a los corruptos, pues nadie emplea tanto furor en castigar los pecados del prójimo como el hipócrita que esconde los suyos.

Una política que reconociese la existencia del pecado original, en lugar de adornarse con las plumas de pavo real de la virtud, empezaría por limitar su jurisdicción a las puras labores de representación política, en aceptación del mandato que recibe de sus representados. Y, una vez limitada su jurisdicción a la pura representación política, suplicaría el auxilio divino. Seguiría, desde luego, habiendo corruptos, pero serían muchos menos de los que padecemos allá donde la inteligencia que se cree luminosa arbitra aspaventeras leyes de transparencia y la voluntad que se cree recta se pretende incorruptible; pues es allí donde inteligencia y voluntad se proclaman soberanas donde una y otra acaban sucumbiendo más fácilmente al imperio de las pasiones.
 
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