Con frecuencia nos llegan noticias del Reino Unido sobre la persecución religiosa –y no digamos antipapista- que se ejerce en la muy “tolerante” Pérfida Albión, como si hubiera resucitado Manuel Azaña y se hubiese hecho inglés. O el generalito mexicano Plutarco Elías Calles, que tampoco era grano de anís.
Un día despiden de su trabajo a una enfermera por llevar una cadenita colgada al cuello con una pequeña cruz. Otro procesan a un sanitario o sanitaria, no recuerdo bien, por negarse a participar en un aborto, que esto ya son palabras mayores, alegando objeción de conciencia, allí prohibida. Etcétera.
Y eso que en la Gran Puñeta gobiernan ahora los conservadores, a los que ha se ha tenido siempre como más sensibles a las cuestiones religiosas. Para que te fíes de las apariencias. Lo mismito que en España, donde los de derechas quieren venderte la cabra mocha de que mantener el aborto a escape libre de la ley Aído es la “solución más sensata” a este terrible y cruel problema.
El laicismo es una plaga como la de la langosta, que está asolando la vieja y decrépita Europa. So capa de que las instituciones públicas deben ser “neutrales”, incoloras, inodoras e insípidas, los muy asépticos gobernantes de casi todas la naciones europeas se la cogen con un papelín, o aún peor, con guantes de látex como si la religión transmitiera el ébola. Con la religión, con todo símbolo religioso, tolerancia cero.
Toda plaga suele tener un foco originario, desde el cual se expande por contagio mundo adelante si no se la ataja antes de que sea demasiado tarde. Me temo, sin embargo, que el laicismo inquisidor cabalga a sus anchas sin que nadie quiera frenarlo. Parece que a estas alturas, no sería políticamente correcto. Pero ¿dónde puede estar el foco infeccioso de este laicismo infeccioso?
Creo que en la “Gran Puñeta”, no por casualidad origen de la masonería “especulativa”, fundada en 1717 al servicio de la dinastía advenediza en el Reino Unido de los Hannover alemanes para combatir, sobre todo, a los Estuardo “católicos” y a sus protectores, los no menos “católicos” Borbones franceses y demás parientes continentales.
Si la masonería fue, en un principio, confusamente deísta, hoy es, con la irrupción en escena de los grandes orientes de creación napoleónica a finales del siglo VIII, abiertamente laicista y, además, totalmente abortista a escala mundial, para “contener la explosión demográfica”. De donde se deduce quien corta el bacalao en la mayor parte de Europa, incluido Rajoy y sus damas de honor, pues como asevera el Evangelio, “por sus frutos los conoceréis”.
El laicismo se presenta como una opción neutra, ajena o situada en un plano superior a cualquier partidismo, ideología o confesión religiosa. Esto es, un lugar supuestamente aséptico en el que todo el mundo pueda compartir el espacio común, sólo que, impuesto a la fuerza, como en Inglaterra, no deja de convertirse en una ideología, además de carácter totalitario, tan peligrosa como toda ideología intolerante y sectaria.
En estos dominios de laicismo radical, la religión se ve reducida al estado de arresto domiciliario, impedida, incluido sus fieles, a ninguna expresión pública que manifiesta su condición creyente, mientras el laicismo campa a sus anchas en todos los ámbitos públicos. La masonería, a través de estos mecanismos políticos, consigue su gran objetivo: erradicar a la religión de la “superficie” del planeta, como intentaron los soviéticos e intentan sus epígonos sobrevivientes.
¿Les sirve de algo a los anglicanos esta situación en su patria de origen? Parece ser que no, a pesar de la protección oficial de su credo, la ordenación sacerdotal de mujeres y la consagración de obispesas, a fin de parecer más modernos. Sin embargo, los templos están cada vez más vacíos, muchos de ellos han sido cerrados y vendidos a empresas mercantiles por falta de “clientela”, y, en el centro de Londres, convertidos en “pubs”, bares y tiendas comerciales, aunque los clérigos anglicanos viven como reyes, con unos sueldazos que para sí quisiera la generalidad de los ingleses. ¿De dónde sale tanto dinero?
Ese borrar por entero la entraña, la raíz espiritual de la sociedad, conduce, necesariamente, a la configuración de una humanidad sin alma, sin referencias éticas superiores, sin respeto mutuo, donde los hombres terminarán siendo extraños a los demás hombres. ¿Cabe una deshumanización mayor?