No se puede negar que existe una situación de verdadero escándalo, en el sentido de que la manifestación de la inmoralidad ha llegado a ser tan obvia y natural, que el pueblo vive en una situación permanente de escándalo. Es como si la Iglesia estuviera toda ella centrada en hablar de estos escándalos, intentando aclararlos, detallarlos. Hay una increíble particularidad del mal que, sin embargo, lleva a una alteración real de la situación de la Iglesia. Los escándalos relacionados con la pedofilia, la inmoralidad del clero, con la más que evidente presencia en el tejido de la Iglesia de formas de presión homosexual, están ante la mirada de todos; sin embargo, el escándalo de los escándalos es que la Iglesia ya no habla de Jesucristo.
La Iglesia se está limitando a formular una serie de intervenciones políticamente correctas, en las que es evidente que ya no se propone la imagen de Jesucristo, ya no se plantea esa presencia inquietante y, al mismo tiempo, consoladora que la Iglesia debe vivir y comunicar a los hombres de cada generación.
La sospecha es que esta atención desproporcionada a situaciones que, ciertamente, son graves desde el punto de vista moral, acaban impidiendo que la Iglesia se mantenga firme sobre el punto fundamental. ¿Cuál es el punto fundamental sobre el que la Iglesia debe mantener firme su presencia? ¿Que existen estos terribles escándalos o que, a pesar de todos estos límites, es la presencia de Cristo la que salva al hombre, la que da a la vida del hombre un significado verdadero y profundo, la que abre delante de cada hombre ese sendero bueno de la vida del que hablaba, de manera inolvidable, el Papa Benedicto XVI?
Si la Iglesia se limita a analizar sus males, o algunos de sus males, ante el Mal se queda consternada, porque el Mal parece invencible. Ya no es una Iglesia que renueva cada día, a cada hombre, la experiencia del anuncio de que el Señor ha resucitado y está con nosotros, que la vida humana no se ha perdido, no está rota, ni es inútil: la vida humana adquiere su sentido profundo por la presencia de Cristo y de la presencia de Cristo.
Tal vez es también inútil hacer comparaciones entre las situaciones de crisis actuales y las de otros momentos de la Iglesia. No creo que exista un solo momento de la historia en el que la Iglesia no haya sufrido, incluso enormemente, por las incoherencias de quienes tenían que tener alto el timón de la fe y del amor a Cristo.
Es evidente que hoy, a medida que pasa el tiempo, y cuanto más nos empeñemos en esta dialéctica sin fin acerca de la naturaleza de los errores, el peso de los errores, las raíces de los errores morales, con menos firmeza se mantiene lo único que hay que mantener firme, en la Iglesia y en la relación entre la Iglesia y el mundo, a saber: que Cristo es el redentor del hombre y del mundo, centro del cosmos y de la historia. Y que, por lo tanto, ninguna condición, ninguna situación que se provoque dentro de la Iglesia por la inmoralidad de quienes se adhieren a ella, o porque proceda del mundo hacia el corazón de la Iglesia con la fuerza terrible del demonio, puede sacudir la serena certeza de que "si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?"
Desearíamos, sobre todo, que las autoridades de la Iglesia se dieran cuenta de que el pueblo espera que se renueve el anuncio de Cristo, que se renueve al hombre la gran certeza según la cual la vida es buena porque nace de Dios, nace del misterio de Cristo, nos es dada en virtud de su presencia y su gracia. Se experimenta como vida nueva, como modo nuevo de ser, de actuar, de vivir, de luchar, de sufrir, de morir. Y esta vida nueva, que cada día hace nueva la existencia, no debe ser reprimida por alguna forma de indolencia en el espacio de la conciencia privada, de cada individuo o de la comunidad, sino que debe anunciarse con fuerza a cada hombre de este mundo, porque sólo en el encuentro con Cristo el hombre de este mundo puede hallar el sentido profundo de su existencia.
Todo el tiempo dedicado a analizar los errores de la Iglesia es tiempo que se quita a la fe, es tiempo que se quita al amor personal al Señor, es tiempo que se quita a esa experiencia de verdad, de belleza, de bien que hace que la existencia sea, a la vez, más difícil y más dichosa. "Mi corazón está feliz porque Dios vive": sólo la Iglesia puede dar esta dicha. Si elude la tarea de proponer a los hombres esa dicha anhelada por el corazón del hombre, la Iglesia no comete un pecado especial, sino que comete el pecado de Judas, "más te valdría no haber nacido".
No se trata de fingir que no ha pasado nada, o de minimizar el alcance de ciertas situaciones; se trata de vivir todo a la luz de la tarea que nos ha sido encomendada, de vivir en función de una recuperación. Hay que traducirlo todo en términos de una nueva conciencia; en caso contrario, todo es tiempo perdido.
Es tiempo perdido porque no se nos pide nuestra purificación, que actuemos según nuestra capacidad moral. Lo que se nos pide es el anuncio. Y es el anuncio el que nos purifica. No hay una purificación moral previa tras la cual empieza el anuncio. Si se vive el anuncio, nos purificamos, como nos ha enseñado Paul Claudel de manera inolvidable en algunos grandes personajes de ese texto de la genialidad cristiana que es La Anunciación a María.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Elena Faccia Serrano.
Monseñor Luigi Negri es arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio.