En la enseñanza de Jesús encontramos una serie de preceptos que quería ciertamente se tomasen en serio. Sin duda la religión cristiana lleva consigo leyes positivas y San Pablo mismo no ha dejado de promulgar algunas, incluso muy precisas. La moral del Nuevo Testamento, incluida la moral paulina, no tiene nada que ver con una moral sin obligación ni sanción. Pero lo importante no es tanto cumplir minuciosamente lo preceptuado, sino practicar la justicia, la misericordia y el amor de Dios y obedecer con este espíritu lo mandado (Lc 11,42).
Las exigencias morales concretas del Nuevo Testamento deben ser vistas en función del Reino de Dios, expresión que aparece en el Nuevo Testamento 123 veces, y es el tema fundamental de la predicación de Jesús. Jesús pretende suscitar una fe absoluta en Dios, quien con una benevolencia sin límites nos ofrece la gracia y la salvación, siendo su Reino una donación gratuita que sin embargo sólo puede ser alcanzada por un amor activo hacia los demás (Mt 25,34-46).
La opción por el Reino supone negativamente la lucha contra el mal, incluso en sus raíces, es decir en el pensamiento y en la voluntad del hombre, lucha tanto más necesaria cuanto que ninguno de nosotros es perfecto, pues somos todos pecadores; mientras que en lo positivo se acentúan los valores y virtudes que tienen especial significado en el Reino porque contribuyen a la realización de un hombre nuevo con una justicia mayor.
El cristiano es miembro de una comunidad dirigida hacia la salvación y que tiene sus propias normas y disciplina, con prescripciones específicas, especialmente con respecto a la fe (Col 2,6-24; 1 Cor 12,3; 2 Cor 6,14-18), a la esperanza (Rom 5,2-5; 8,24-25; 2 Cor 5,6-9) y a la caridad (1 Cor 13,1-13; 2 Cor 8,13-15; Rom 12,10-13; Ef 5,1-2).
Algunos textos de San Pablo (Rom 6,14; 10,4) y su manera poco halagüeña de hablar de las obras de la ley, como obras de oposición a la fe que nos permite ser justificados por la gracia y santificados por el Espíritu, han llevado a algunos teólogos no católicos a protestar contra todo precepto que ponga en duda la validez de una vida dirigida solamente por el Espíritu con independencia de toda autoridad exterior.
¿Qué pensar de ello? Desde luego no puede negarse que San Pablo declara que hemos sido liberados por Cristo de la ley (Rom 7,4-6), refiriéndose entonces al estatuto jurídico del pueblo judío, cuyas obligaciones, como la circuncisión, en modo alguno se imponen a los no judíos. Además las "obras" no bastan para la justificación, pues no existe justificación "por las obras de la ley" (Gal 2,16; Rom 3,20 y 28). Pero está también claro que la palabra ley tiene en San Pablo diversas acepciones, y así la ley del Espíritu vivificador hace que si vivimos según el Espíritu, no sólo confirmamos el valor de la ley (Rom 3,31), sino que al cumplirla en su plenitud nos hacemos hijos adoptivos de Dios (Rom 8,2-16) e incluso alcanzamos la libertad, porque "donde está el espíritu del Señor, hay libertad" (2 Cor 3,17).
San Pablo denuncia con extrema severidad el fracaso del hombre que confía en sus fuerzas naturales y en las obras que realiza, pero al mismo tiempo reconoce los buenos resultados del proyecto vital de quienes aceptan la salvación por Jesucristo, dejando actuar a su Espíritu (cf. Rom 7-8). Según San Juan, Jesucristo transmite a los creyentes la vida verdadera y divina. Ambos presuponen que el hombre es alcanzado, con anterioridad a todo esfuerzo humano, por el amor de Dios, siendo su misericordia la que ha sacado a los hombres de su situación desesperada de fracaso y culpabilidad y los ha trasladado a un mundo nuevo. La conciencia de esta nueva vivencia genera agradecimiento, gozo, confianza, seguridad, y sirve de soporte al esfuerzo humano.
Por todo ello San Pablo se sigue reconociendo "bajo la ley de Cristo" (1 Cor 9,21), ley que exhorta a cumplir a los convertidos (Gal 6,2), fijando algunos puntos controvertidos "como un mandato del Señor" y, como ya vimos, no dudando en dar órdenes precisas (1 Tes 4,1-6).