Si todavía queda alguien que se resista a aceptar la verdad, la ceremonia de inauguración de los pasados Juegos Olímpicos le ofreció una muestra indubitable de la enfermedad que corrompe a Occidente. Hay quienes se empeñan en interpretar este tipo de manifestaciones anticristianas como aspavientos de movimientos minoritarios. Nada más alejado de la realidad. En primer lugar, porque tales movimientos han dejado hace mucho tiempo de ser “minoritarios”, para convertirse en hegemónicos y “normativos”; en segundo lugar, porque los estados más poderosos, las organizaciones internacionales y las corporaciones plutocráticas los apoyan, financian y exaltan como parte principalísima de su agenda, que sobre todo anhela una metamorfosis antropológica. Y esa metamorfosis azufrosa sólo puede lograrse si el hombre se revuelve contra Dios.
Nos hallamos ante una revuelta sistémica contra Dios que quiere borrar del ser humano la memoria ontológica de la Creación y la Redención, que quiere arrebatarle su filiación divina y convertirlo en un engendro que se rebela contra su condición de ser espiritual, que abomina incluso de sus propios “datos” biológicos (porque el “dato”, como la propia etimología nos indica, es algo “dado”… por Dios). Frente a esta revuelta sistémica resulta por completo ridículo, obsoleto y desubicado “dialogar con el mundo”. No puede existir diálogo fructífero alguno si no existe un principio común que las partes aceptan; y a partir de
l cual pueden desarrollarse argumentos que limen asperezas. No existiendo tal principio común, el diálogo deviene improductivo (lo que popularmente se denomina “diálogo de besugos”), porque quienes en él participan rechazarán inevitablemente toda demostración que se pretenda construir sobre el principio que repudian. Quienes promueven esta revuelta sistémica no están dispuestos a renunciar a los principios anticristianos que los guían (o que, dicho más propiamente, los constituyen); principios que, por lo demás, buscan la aniquilación del cristianismo.
¿Y cuál es la alternativa al grotesco “diálogo”? No se trata, desde luego, de generar antagonismos ni de confrontarnos hostilmente con quienes, en estos momentos, disponen de medios para triturarnos; además, la posición netamente cristiana nunca fue -salvo que no quedase otro remedio, o salvo que las circunstancias lo aconsejasen- la conflagración contra su época, sino la transformación de su época.
“Que canse tu paciencia a su maldad”, escribió Tertuliano. Para transformar la sociedad pagana en la que estaban inmersos, los cristianos no recurrieron a soluciones mágicas y fulminantes. Sabiéndose auxiliados por Dios, se dedicaron a construir una forma de vida que contrastaba con la que preconizaban los paganos: eran fieles a sus cónyuges, acogían con gratitud al fruto de su amor y lo educaban rectamente, se apiadaban de quien padecía necesidad, veneraban a sus ancianos; y estaban fuertemente unidos en una comunidad de almas y de vida en torno a los sacramentos. Y esa forma de vida acabó cautivando a los paganos que chapoteaban en la infelicidad, en la amargura, en la soledad, en la desesperación; en todas esas flores pútridas que florecen en el jardín donde se refocilan quienes se revuelven contra Dios y contra su propia naturaleza.
Dejémonos, pues, de “diálogos” grotescos. Si en verdad nuestra vida es distintiva y coherente con la fe que profesamos, las víctimas de esa revuelta acabarán volviendo a la casa del Padre, con el alma expoliada, atraídas por otra forma de vida que los reconcilia con su propia naturaleza.
Publicado en el nº 73 de la revista de suscripción gratuita Misión.