Esta semana el primer español nacido por fecundación in vitro cumple años. Se trata de Victoria Anna, mujer nacida en Barcelona el 12 de julio de 1984. Varios años antes, el 25 de julio de 1978, ya había visto la luz la primera persona probeta, Louise Joy Brown. Antena3, uno de los medios de comunicación generalistas con mayor público en España, describía recientemente el evento como “una puerta de esperanza para muchas familias”. Sin embargo, la puerta no es tan maravillosa, igual que no es oro todo lo que reluce.
El artículo canta las glorias de esta técnica de reproducción asistida (artificial), y creo que el tema merece una reflexión. Un pensar sobre el tema, antes de dar rienda suelta a la demonización fácil de quienes transitan por este camino. La sociedad actual, igual que la de hace 40 años, está preocupada por su futuro, por su descendencia, por agrandar el núcleo familiar. Es cierto que esta palabra, “familia”, hoy abarca distintas realidades, incluso contrarias o contradictorias.
En todos los casos se refiere a un pequeño grupo de personas, generalmente una pareja, que viven juntas. Y que en muchos casos quiere crecer en número, ampliarse. Es un deseo incluso en aquellas “familias” (habría que poner unas comillas grandes…) estériles por naturaleza, las uniones de personas del mismo sexo. La biología y el sentido común nos muestran que, como pareja, dos hombres juntos o dos mujeres juntas siempre serán estériles. Individualmente podrán engendrar un hijo, recurriendo a alguien del otro sexo, pero como pareja seguirán siendo estériles.
Se debería matizar mucho el concepto de familia, pero me llama la atención que existe ese deseo de fertilidad, de tener hijos. Y la preocupación por solucionar los problemas de la infertilidad: problemas intrínsecos, de la misma naturaleza de las cosas, y problemas más extrínsecos, relacionados con el estilo de vida, posibles enfermedades anatómicas, intolerancias y un larguísimo etcétera.
Hemos pasado del “acto de procreación” a las técnicas de reproducción. La técnica, técnicas y tecnologías, han revolucionado el siglo XX y lo que llevamos de XXI.
¿Son buenos los avances técnicos, la mejora técnica? Para responder a esta pregunta no basta ver las consecuencias que se derivan de su aplicación, para bien o para mal; éste es el peligro del consecuencialismo, del que ya nos previno Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor. Además de las consecuencias, y más importante que estas, hay que ver la verdad latente en el acto que se realiza.
Ciertamente, se trata de una “solución” a un alto precio, económico, de salud y hasta de unión matrimonial. Recientemente me comentaban: “Con el tratamiento cambió mucho el modo de ser de mi mujer”.
En ese alto precio hay que mencionar también los más de 70.000 "abortos directos o indirectos" producidos en 2021, según los datos facilitados por la Sociedad Española de Fertilidad en octubre de 2023: son embriones que se han producido en el laboratorio, se han transferido a una mujer para continuar su gestación pero no han llegado a nacer. Se realizaron 104.985 transferencias, no todas de un único embrión, y nacieron 33.869 niños. Y los más de 400.000 embriones destruidos o congelados ese mismo año. O los 777.678 embriones congelados, a fecha de 31 de diciembre de 2021.
Hasta aquí los datos oficiales; más allá están las tensiones personales y de pareja, fruto de una responsabilidad desequilibrada, y de una culpabilidad también desequilibrada.
Un acto, decíamos antes, no es bueno ni malo principalmente por sus consecuencias, si bien estas nos deben hacer pensar, nos pueden ayudar a vislumbrar la bondad o maldad que se esconde en el acto. Y junto a esa reflexión hemos de pensar en la verdad de la vida que hay detrás de cada embrión, una palabra muy presente en todos los informes oficiales sobre reproducción artificial. La realidad biológica y humana del embrión es un dato que se nos impone desde la ciencia (la realidad es tozuda, decía un ilustre profesor de filosofía). Nos grita, desde su libertad: “Déjame vivir, quiero vivir, soy inocente”. Y llegamos al núcleo del problema: ¿quién tiene potestad para matar a un inocente? Las circunstancias son complejas, pero nunca debemos perder de vista el núcleo de la cuestión, el respeto a la vida y el respeto a cómo se da esa vida, en un acto de amor ordenado a la procreación o en una técnica de reproducción, siguiendo unos protocolos de calidad y eficacia.